Autor: Gabriel M. Mazzinghi. Año 1996

El breve fallo que comentamos, toca una cuestión intere­sante y, a la vez extremadamente sen­ci­lla: Se trata de determinar si es justo que la consti­tu­ción de una nueva familia, por parte de una persona que luego de divorciar­se ha contraído un matrimonio legal, representa de por sí una circuns­tancia que justifica una disminución del aporte alimentario debido a su «anterior» familia, por el cónyuge.

Conforme se dice en el fallo anotado, la fijación de la cuota alimentaria a favor del hijo del primer matrimonio, no puede verse afectada por la «nueva situación familiar» del alimentante, «…por cuanto la formación de un nuevo grupo conviviente y el nacimiento de nuevos hijos no puede alegarse en desmedro del cumpli­miento de los deberes legalmente establecidos, en rela­ción a la descendencia anteriormente habida voluntaria­mente…»

La jurisprudencia se había ocupado del tema con anterioridad a la entrada en vigencia de la ley 23.515, y en general, había mirado con disfavor la pretensión del alimentante de reducir su aporte alimenta­rio respecto de su familia legítima, sobre la base de la existencia de hijos extramatrimoniales.

Borradas las diferencias entre los hijos habidos de un matrimonio, y los engendrados fuera de él, y abierta la posibilidad de tener hijos matrimo­niales de dos o tres o más matrimonios legalmente váli­dos, la cuestión adquiere una nueva fisonomía.

¿Puede seguirse diciendo, con cohe­ren­cia, que el nacimiento de nuevos hijos, y la constitu­ción de una nueva familia -o de varias familias sucesiva­mente nuevas- no han de modificar en nada la situación alimen­taria de los hijos del primer matrimonio, o de los matri­monios anteriores?

¿Existen, en suma, ordenes de priori­dades entre los hijos legítimos de un matrimonio, respec­to de los habidos de matrimonios contraídos posteriormen­te?

Creemos que la respuesta afirmativa a tales interrogantes, es insostenible, y en tal sentido, el principio volcado en la breve sentencia interlocutoria que comentamos, nos resulta objetable.

Pensamos que los Tribunales, para a­justarse a lo establecido por nuestras leyes civiles, y aún constitucionales (que prohíben cualquier forma de dis­criminación injusta entre las personas), deben abando­nar la doctrina que el fallo comentado asienta, y admi­tir, por ende, la doctrina contraria; esto es: que la for­mación de una nueva familia, y el nacimiento de nuevos hijos, deben ser tenidas en cuenta como circunstancias que necesariamente han de incidir a la hora de fijar una cuota alimentaria, o de disminuir una anteriormente esta­blecida.

Y es lógico que así sea. Veámoslo en un ejemplo: Un padre que se divorcia, esta­blece como cuota alimentaria un 30% de sus ingresos a favor de su esposa, y un 20% a favor de cada uno de sus dos hijos, reservándose para sí el 30% restante.

Luego contrae nuevo matrimonio, del que tiene otros dos hijos. ¿Es lógico que los hijos de su anterior unión reciban entre los dos, un 40% del ingreso paterno, y el padre, su nueva esposa y los dos nuevos hijos de este matrimonio, deban sobrevivir apenas con el 30% restante?

Parece claro que no, y que la nueva situación familiar deberá ser tenida en cuenta para dis­mi­nuir la cuota alimentaria de la primera esposa y de los «primeros» hijos.

Como consecuencia de lo dicho, que tiende a ser admitido por la jurisprudencia en forma cada vez más frecuente, habrá de seguirse un claro perjuicio para la «primer mujer», (que bien podría haber conservado el derecho a los alimentos) y para los hijos del «primer matrimonio».

Consecuencias prácticas del divorcio

Este perjuicio económico claro, mu­chas veces grave, no es sino una consecuencia forzosa del nuevo régimen impuesto por las leyes que han sido dicta­das en el último decenio, y que han modificado sustan­cialmente la concepción del matrimonio y de la familia.

El perjuicio apuntado, suele verse agravado además, por el propio alimentante, por la senci­lla razón de que éste, de ordinario, considera como «su» familia, a la familia que actualmente tiene, a la que se encuentra «vigente», por decirlo de algún modo.

Es decir que la ley no discrimina, pe­ro el alimentante sí lo hace, y en casi todos los casos lo hace en favor de los hijos con los que actual­mente con­vive (los del matrimonio anterior suelen quedar con la madre) y obviamente, de la mujer con la que se encuentra casado.

Se genera así, -y lo vemos a diario- una suerte de injusticia notable en desmedro de muchos miles de «mal -alimentados» (en el sentido técnico jurí­dico de la pala­bra), vale decir de personas que apenas perciben un mínimo aporte alimentario de quien fuera el jefe y sostén de una familia, que ahora ha sido quebra­da.

Esta injusticia se genera a partir de leyes injustas, y de Tribunales que no tienen más re­me­dio que aplicarlas con un mínimo de congruencia.- En el caso que comentamos, resulta clara y encomiable la inten­ción del Tribunal de paliar los efectos a que nos venimos refi­riendo, por más que no coincidamos con la solución adoptada.

La ocasión es buena para reflexionar acerca de los «efectos» del divorcio, al cabo de casi un decenio de vigencia de la ley 23.515.

Mucho se habló de los efectos que la sanción de una ley que admi­tiera el divorcio vincular, habría de generar.

Ellos son, a nuestro entender, suma­men­te negativos: los efectos del divorcio sobre el divor­cio mismo (la consabida y experimentada frase, de que «el divorcio engen­dra divorcio», verificada en los hechos), la relación alarmante entre la cantidad de divorcios y los índices de delincuen­cia juvenil o de drogadic­ción, las secuelas psicológicas del divorcio en los hijos, la «atomización» de la familia, en suma, como fuente de otros males sociales, no pueden sino preocupar al obser­vador imparcial del tema.

Desde el punto de vista económico, el problema que comentamos tiene también un signo claramente negati­vo.- Las dificultades de orden material se multi­plican al constituirse, amparadas por la ley, nuevas familias que vienen a coexistir con las anterio­res. Y no cabe duda de que la ley, al legitimar estas nuevas unio­nes, fomenta y acelera este proceso.

Todos salen perjudicados de esta multiplicación de obligaciones, tan difíciles de afrontar en concreto: los alimentados, y los alimentantes.

En los países en los que se han llevado a cabo mediciones «sociológicas» de las conse­cuencias económicas que estamos considerando -Francia, Inglaterra, España o los Estados Unidos-, los resul­tados son alarmantes, y han llevado a los gobiernos respecti­vos, a adoptar medidas tendientes a evitar la desintegra­ción social que se produce a partir de la mentalidad divorcista.

El tema podría tratarse en otra oportunidad, con la amplitud que merece. No está demás que quienes auspiciaron y promovieron con entusiasmo la implantación del divorcio vincular en nuestro país, y quienes nos opusimos a ella, nos detengamos a considerar, con serenidad, al cabo de un decenio, las conse­cuencias que, en con­cre­to, se siguen de dicha ley.