Autor: Jorge A. Mazzinghi

Año: 1982

La sala B de la Cámara Civil ha resuelto, a fines de 1981, un caso de liquidación de sociedad conyugal, en el cual se plantean una serie de cuestiones de diversa complejidad, algunas de las cuales son frecuentes en estos procesos, aunque no suelen llegar a la decisión judicial, pues las partes las arreglan habitualmente en la negociación directa. Me referiré a una de ellas.

I. Recompensa como refuerzo de la subrogación real.

No parece necesario detenerse en el análisis del criterio con el cual se aplica a las cuestiones de autos el principio de la subrogación real, que fluye del art. 1266 del Cód. Civil.

No cabe duda de que el principio en cuestión permite calificar como propios a los bienes comprados durante el matrimonio con fondos provenientes de la enajenación de otros bienes propios.

Sin embargo, no siempre es fácil seguir el rastro de las sumas de dinero que se manejan en sucesivas operaciones, cuya individualización ofrece con frecuencia dificultades de prueba insuperables.

No obstante, el juego de presunciones permite hacer cierta luz: La relativa coincidencia de fechas entre la enajenación de un bien propio y la compra de aquel cuyo carácter se discute; la falta de recursos propios que puedan explicar la adquisición de este último; y otras circunstancias que toca a los jueces valorar, permiten que se haga funcionar la subrogación real, aun cuando, tratándose de inmuebles, los adquirente omitan referirse al origen de los fondos aplicados a la compra, tal como lo pide el art. 1246 del Cód. Civil.

En el caso comentado la cuestión se plantea respecto de un automóvil, propio del marido, con el precio de cuya venta el tribunal presume que se compró un segundo vehículo.

Las presunciones acumuladas al respecto en el voto del vocal preopinante doctor Vernengo Prack, son convincentes, y no queda un margen de duda razonable sobre la subrogación real producida en este caso.

No obstante, y acaso como un refuerzo del argumento, los jueces coinciden en aplicar una tesis sobre el derecho a recompensa, que tiene precedentes judiciales y doctrinarios con los cuales no coincido.

A ella quiero destinar esta reflexión.

II. La recompensa objetada.

Según la tesis en cuestión la enajenación de un bien propio, durante el matrimonio, sin reinversión de los fondos obtenidos como precio, genera un derecho a recompensa en favor del cónyuge enajenante, y a cargo de la así llamada sociedad conyugal.

Con todo el respeto que merecen los autores que la sostienen ([1]) y los jueces que la aplican, discrepo con esa doctrina y creo, por el contrario, que la enajenación de un bien propio, sin que queden rastros del destino de sus fondos, no genera recompensa alguna mientras no resulte que dichos fondos se hayan aplicado a alguna inversión que subsista a la hora de liquidar la sociedad conyugal.

Advierto que el tema es arduo y que -según ocurre con muchos problemas del régimen de bienes del matrimonio- pueden darse los enfoques más diversos, merced a la insuficiencia de los textos legales, -que dejan lagunas de dimensión oceánica-, y a las sucesivas reformas, bajo las cuales subyacen viejas normas, que algunos tienen por muertas y otros por vivas.

Frente a la razonable perplejidad que la cuestión suscita y dada la insuficiencia de la repuesta legal, me inclino -conforme a la enseñanza de Llambías- a preferir el resultado que me parece más apetecible: “El resultado de la interpretación es un elemento de la hermenéutica de enorme valor… Cuando legítimamente sea dable extraer de la norma dos o más significaciones, entonces sí será ineludible optar por la interpretación que reporte el mejor resultado, o sea el más justo y conforme con las exigencias de la materia social sometida al imperio de la norma en discusión”([2]).

III. Los precedentes invocados

La sentencia de la sala B, a la que alude este comentario, se apoya en un fallo de la sala C, dictado en 1975 ([3]3), que por referirse a un recurso concedido en relación, no permite identificar al autor, pero que -sin necesidad de grandes dotes deductivas- es fácil atribuir al doctor Belluscio, juez por entonces de la sala que dictó el fallo y enérgico sostenedor de la tesis compartida por los doctores Bauzá y Espiro. Pero el precedente invocado por la sala B del tribunal no es el más completo que la jurisprudencia registra sobre la cuestión, ya que el 11 de febrero de 1977, la misma sala C, dictó, sobre la base de un primer voto del doctor Belluscio; al que adhirieron en lo sustancial sus colegas, los doctores Alterini y Cifuentes; un fallo que incluye un estudio mucho más detenido de la cuestión, y que, al parecer, agota los argumentos que pueden aducirse en defensa de la tesis que por mi parte objeto ([4]).

IV. Matices en la tesis objetada

Luego de mencionar antecedentes de doctrina y fallos judiciales, que aceptan la recompensa, en favor del enajenante de un bien propio cuyo precio no se reinvirtió, distingue Belluscio dos corrientes: Una de ellas es la que exige, para que proceda la recompensa la prueba de que el precio de la ventase invirtió “en beneficio de la comunidad”. La otra, admite la presunción de que tal beneficio existió, y al dispensar al cónyuge que pretende la recompensa de probar tal cosa, invierte el onus y exige al demandado -a la “sociedad conyugal”, si se prefiere usar esa terminología- la prueba de lo contrario.

En la primera corriente se enrolan Gutavino y Borda, aunque en este útlimo cabe anotar las dudas que la cuestión le suscita, y a las que me refiero en el punto V ([5]).

En la segunda, están la de Guaglianone -no muy concluyente- y la de Belluscio. Junto a unos pocos fallos judiciales ([6]).

Si me viera en la necesidad de optar entre una y otra corriente, no vacilaría en adherir a la primera, ya que es más fácil admitir la recompensa cuando se acredita que el precio del bien propio “benefició a la comunidad”, que cuando el destino de dicho precio permanece en la; más absoluta oscuridad.

Pero el análisis de la cuestión a la tenue luz de los textos legales, me convence de algo que va mas allá, de las dos posiciones mencionadas: Me convence de que quien enajena un bien propio y no reinvierte el precio, sino que lo consume, en beneficio propio o ajeno, carece de todo derecho a recompensa contra la supuesta “comunidad”.

V. Fundamentos de la tesis objetada

Los argumentos que se formulan para sostenerla, son los que analizaré seguidamente:

a) El beneficio de la comunidad

La tesis objetada se basa en la existencia de una “comunidad”, que resultaría presuntamente beneficiaria por el consumo del precio obtenido por la venta de un bien propio.

Cabe preguntarse, en primer término, qué es la “comunidad”, supuestamente beneficiada por el consumo del precio en cuestión.

Dice a “este respecto Belluscio que “la enajenación onerosa, sin reinversión, determina un engrosamiento del patrimonio de la sociedad conyugal… sin causa, ya que no hay disposición que imponga carácter ganancial al producido de la enajenación de los bienes”([7]).

En primer lugar, parece claro que no existe un “patrimonio de la sociedad conyugal”, ya que al carecer ésta de personalidad, no puede ser titular de bienes ni derechos. Los bienes gananciales adquiridos por uno u otro cónyuge no se incorporan al supuesto patrimonio de la sociedad conyugal, sino al patrimonio de cada uno de ellos, quedan sujetos a su administración (art. 1276, Cód. Civil -Adla, XXVIII-B, 1799-), y afectados por las deudas que contraigan (art. 5º, ley 11.357 -Adla, 1920-1940, 199-) ([8]).

Siendo así, pues, que la “comunidad” supuestamente beneficiada con el consumo del dinero proveniente de la venta de un bien propio, no puede ser la “sociedad conyugal”, pues ella no existe como persona independiente de los cónyuges, hay que concluir que el beneficio en cuestión aprovecharía a la familia; es decir que no favorecería a un ente de razón, sino a un conjunto de personas ligadas por el matrimonio y la filiación, cuyo sostenimiento en el plano material, espiritual y cultural constituye una empresa digna de reclamar sacrificios diversos.

Tales sacrificios no generan créditos a favor de quienes los realizan, fuera de la gratitud, el afecto, acaso la veneración de sus beneficiarios. Y entre esos sacrificios, la venta de un bien propio no es de los más heroicos, ni merece un tratamiento excepcional.

En segundo lugar, si bien -como dice Belluscio- no hay norma que establezca la ganancialidad del precio de la enajenación de bienes, -salvo la presunción general del art. 1271-, me parece importante recordar que, en el caso planteado, el “precio” que cabría calificar como propio ya no existe.

Si dicho precio estuviera en poder del enajenante éste podría probar su rigen y establecer que es propio haciendo jugar el principio de la subrogación real que fluye del art. 1266. Pero en este caso no se trata de atribuir carácter ganancial al precio obtenido por la venta de un bien propio, porque el problema se plantea cuando el precio ya no aparece en el patrimonio del enajenante. Y por lo tanto no se lo puede calificar de propio o ganancial; sólo cabrá afirmar que, mientras existió, era propio, pero al haber desaparecido ya no es ni propio ni ganancial pues a la nada no se la puede calificar de una cosa ni de otra. La tesis que objeto no se pone en juego frente a un precio existente sino que toma en cuenta el fantasma del precio, y lo hace resucitar artificiosamente a la hora de liquidar la sociedad conyugal, bajo la forma de una recompensa a favor del enajenante.

En suma: Si, como lo admiten los autores en general ([9]), el fundamento principal de la teoría de las recompensas es el principio del enriquecimiento sin causa, dicho principio no puede funcionar en este caso, no sólo porque falta el ente enriquecido, sino porque nadie se enriquece gastando: El consumo de dinero que no se aplica a la adquisición de nuevos bienes, jamás puede ser factor de enriquecimiento.

b) El artículo 1275

Para llegar al resultado que critico, se hace funcionar el art. 1275 del Cód. Civil. Así procede el fallo de la sala C, basado en el voto de Belluscio, quien llega a la conclusión de que, por ser cargas de la sociedad conyugal las deudas que contraigan los cónyuges y aun lo perdido en el juego (incs. 3º y 5º) la aplicación de bienes propios al pago de tales deudas originaría el enriquecimiento de la sociedad conyugal, que así resultaría eximida de pagar tales deudas.

Sostengo, con una parte de la doctrina y algunos fallos ([10]) que el art. 1275 ha sido derogado por los arts. 5º y 6º de la ley 11.357, y por ello no lo considero un buen punto de apoyo para sostener la tesis que critico.

Ese texto, tenía congruencia en el régimen originario de la sociedad conyugal, cuando el marido administraba todos los gananciales, era el único capaz de obligarse con terceros (salvo supuestos excepcionales y de poca monta) y, por lo tanto, corría de su cuenta pagar las deudas.

Pero frente al régimen vigente, en que cada cónyuge administra los gananciales que adquiera, y responde con ellos y con sus bienes propios de las deudas que contraiga, el art. 1275 resulta una pieza anacrónica, cuya derogación, aunque no expresa, tengo por cierta.

Belluscio sostiene que el 1275 rige respecto del “pasivo definitivo” de la sociedad conyugal -es decir el que se debe considerar luego de su disolución- pero esta afirmación -aparte de la objeción terminológica de Ripert ([11]), -no parece sustentada en el propio texto legal, ubicado entre formas que en modo alguno se relacionan con el período de liquidación de la sociedad conyugal, sino que se refieren al régimen de bienes durante la plena vida matrimonial, como son los arts. 1274, 1276 y 1277.

e) El artículo 1254

También se ha invocado como sustento de la recompensa que cuestiono, el art. 1254 al que cabe hacer la misma observación que al 1275, es decir que mantiene una presencia pasiva en el Código., pues se refiere a un régimen de bienes que ya no rige. En efecto, el marido, debía a la mujer el valor de los bienes propios de ella, que él hubiese enajenado en su función de administrador, y que no hubiese reinvertido a nombre de ella. Se trata de un supuesto bien distinto, que el propio Belluscio descarta como sostén de su tesis.

d) La donación entre cónyuges

Otro de los argumentos esgrimidos para justificar esta recompensa alude a la prohibición de efectuar donaciones entre cónyuges, aduciendo que la admisión de la recompensa bloquea la posibilidad de disimular las donaciones prohibidas. Me parece un sustento endeble.

El derecho a recompensa sólo nace en la etapa de la liquidación de la sociedad conyugal, es decir entre cónyuges divorciados, o entre el supérstite y los herederos del premuerto.

En ninguno de estos casos la prohibición de donar subiste (art. 1807, inc. 1º).

Durante el período de la liquidación, los cónyuges pueden efectuar, las negociaciones que quieran en orden a la distribución de los gananciales, e incluso uno de ellos puede renunciar a los que les correspondan en beneficio del otro, pues el régimen imperativo de la sociedad conyugal cesa a partir de su disolución ([12]).

Siendo ello así ¿qué sentido tiene hacer jugar el derecho a recompensa como un remedio con donaciones prohibidas?

Por lo demás, este derecho sólo nace si lo invoca su presunto titular, con lo cual la preservación de la prohibición de donar vendría a quedar a cargo del supuesto donante, lo que resulta absurdo.

Ello sin perjuicio de que los medios a través de los cuales se puede eludir la prohibición legal son múltiples.

Por último, no habría donación en el pago -con fondos propios- de una deuda que, -según la comprensión del 1275 que desecho- fuera “carga de sociedad conyugal”.

El pago de una deuda parcialmente ajena, no es donación según el art. 1789 que define dicho contrato. Debe tenerse en cuenta asimismo que el art. 3480, que trata de la colación, mecanismo que guarda sugestiva analogía con el tema de las recompensas, excluye del deber de colacionar a “los gastos de alimentos, por extraordinarios que sean, y educación, los que los padres hagan en dar estudios a sus hijos… etcétera”.

Si este principio rige entre herederos forzosos, cuando el donante muere, no parece lógico apartarse de él cuando se trata de liquidar la sociedad conyugal. c) La solución francesa

También se ha citado, como apoyo de la tesis, el derecho francés.

El art. 1433 del Cód. Civil Francés, establece que “la comunidad debe recompensar al esposo propietario de los bienes propios”. “Ello ocurre, naturalmente, cuando ha percibido dinero propio o previamente de la venta de un bien propio; sin que haya sido invertido o reinvertido”.

“Si se planteara una controversia, la prueba de que, la comunidad ha obtenido beneficio de bienes propios, puede ser producida por cualquier medio, inclusa testigos o presunciones”.

No existe en nuestro Código un artículo semejante, por lo cual resulta más que dudosa la legitimidad de la pretendida recompensa.

Pero aun en el derecho francés, hace falta la prueba de que la “comunidad” haya obtenido provecho del dinero propio: Tal provecho no se presume, sino que debe ser probado por quien pretende la recompensa. Así resulta con toda claridad del texto transcripto, cuyo tercer párrafo no deja dudas al respecto.

He subrayado la palabra comunidad, porque su empleo por el texto francés tiene sentido; ya que en aquel régimen existe una entidad diversa de los cónyuges, que tiene bienes comunes y deudas comunes, y un administrador propia que es el marido. (art. 1421), a sea que hay una entidad económica que forman marido y mujer, y que puede resultar enriquecida merced al aparte de fondos propios de uno u otro.

Nada de ello existe en nuestro derecho donde el régimen vigente apenas ha dejado rastro de comunidad al establecer la división de deudas y de administración.

Y por lo tanto tal enriquecimiento no es posible porque no hay entidad alguna capaz de ser enriquecida, sino un sistema muy próximo a la separación de bienes, que el empleo de la expresión “sociedad conyugal”, no llega a ocultar”.

Pero en todo caso, resulta poca convincente pretender la aplicación analógica del derecho extranjero cuando se trata de un sistema que contiene una expresa consagración legislativa de este derecho de recompensa, que falta absolutamente en el nuestro.

VI. El artículo 1316 del Código Civil

En este somero análisis aparece con bastante claridad que los argumentos aducidos para sostener la procedencia del derecho a recompensa son francamente endebles.

Aun quienes sostienen dicha procedencia, exhiben dudas que no se pueden pasar por alto.

Borda considera dos hipótesis: que el producto de la venta del bien propio se haya gastado o que haya enriquecido a la sociedad conyugal pero faltando las pruebas de qué bienes se han adquirido; es decir que se trata de dos casos en que, por una u otra razón, falta la prueba de la reinversión. Ya este respecto se plantea si hay derecho a recompensa, contestando: “La cuestión se complica singularmente por la diversidad de los intereses en juego, a ello se debe qué examinando la cuestión del punto de vista de la equidad, en algunos casos resulte justa la compensación, y en otros no.

Y concluye: “A estas dificultades propias del fondo del problema se añaden todavía problemas de prueba, porque mientras dura la vida en común, lo habitual es que los esposos no estén constituyendo y guardando las pruebas acerca del destino de su dinero”.

Esta opinión de quien une a su autoridad de jurista, un sentido práctico que se traduce en su modo directo de aprehender la realidad, constituye un toque de atención que debe ser escuchado.

En mi opinión, la respuesta a la cuestión planteada, no debe prescindir del texto del art. 1316 bis, incorporado al Código Civil por la ley 17.711 (Adla, XXVIII-B, 1799).

Conforme a dicho, texto “los créditos de los cónyuges contra la sociedad conyugal, al tiempo de la disolución de ésta, se determinarán reajustándolos equitativamente, teniendo en cuenta la fecha en que se hizo la inversión y las circunstancias del caso”.

No parece admisible que el empleo de la palabra “inversión”, pueda ser desdeñado por los intérpretes, como si dicha expresión fuera comprensiva del concepto de gasto o de dilapidación.

Así parece entenderlo Zannoni, quién al comentar esta norma dice que ella “pareciera referirse a las recompensas debidas a un cónyuge por las inversiones o gastos, efectuados en beneficio de la comunidad… ([13]).

Si el texto habla de inversión, parece más riguroso ceñirse al sentido preciso de esta expresión, que según el diccionario de Economía de Seldon y Pennence, se refiere a “activos hechos por el hombre, que se emplean en la producción de bienes de consumo, o de nuevos bienes de inversión”, y más adelante: “La inversión es el uso de factores de producción para producir bienes de capital que satisfagan las necesidades del consumidor de una forma indirecta, pero más plena en el futuro”([14]).

Pero, en todo caso, lo que resulta claro es que la ley, en una de sus escasas alusiones al derecho a recompensa, prevé el supuesto de la inversión, y no el de la falta de inversión, que la corriente, que criticamos erige como fundamento del crédito.

VII. Apreciación del resultado

Por encima del dispositivo legal que se quiera poner en juego para resolver la cuestión tratada, y dado que no hay un sistema de normas que conduzca a una solución inequívoca, el intérprete goza de una cierta libertad, que le permite valorar los resultados a que se llega por uno u otro camino.

Me parece peligrosa la canonización del principio según el cual se reconoce el derecho a recompensa al cónyuge enajenante de un bien propio durante la sociedad conyugal, cuyo precio no se reinvirtió, y aun cuando esta afirmación tenga respaldo de autores y de escasísimos fallos, creo que no es deseable incorporarla a la doctrina judicial.

Ante todo, ha de pensarse cuál es el interés protegido por el principio en cuestión.

El régimen de la sociedad conyugal no tiene como objeto esencial asegurar la integridad patrimonial de los cónyuges, poniendo sus bienes propios al reparo de toda contingencia familiar, pues la familia es una institución en la cual los cónyuges comprometen su vida misma, cada uno en beneficio del otro, y ambos en beneficio de los hijos.

Los bienes propios no quedan exentos de ese compromiso. Y no hablo ya del plano moral, sino del jurídico, que en este caso, como en tantos otros, están estrechamente vinculados.

Un padre o un marido, sobre quien pesa el deber alimentario respecto de su mujer o de sus hijos, no podría eximirse de cumplirlo sosteniendo que carece de bienes gananciales. Los propios están afectados al cumplimiento de esa obligación de modo idéntico al de aquéllos.

Y si esto es así; no parecería razonable que un padre que hubiese vendido veinte años antes de divorciarse, un cuadro heredado de su abuelo para pagar la operación de un hijo, presentara, al disolverse la sociedad, conyugal, la cuenta de la operación y retirara su importe indexado, de los gananciales a partir, como si hubiese pagado una deuda ajena.

Menos razonable sería esta conducta si el padre en cuestión hubiese tomado esa decisión, -la de vender el cuadro propio-, sólo para no trabajar en procura de bienes gananciales, que le permitieran mantener a la familia y conservar la integridad del patrimonio propio. Por esta vía, el derecho a recompensa, originaría el desplazamiento de la obligación alimentaria, que corresponde al padre, hacia ese ente de razón llamado sociedad conyugal.

Pero esta hipótesis, -que mi concepto de la convivencia matrimonial repudia-, es la que refleja la opinión más rigurosa de la doctrina respecto del derecho a recompensa; pues aquí existiría; por lo menos, la prueba de que el bien propio se consumió para cumplir con una de las llamadas “cargas de la sociedad conyugal”, suponiendo que ellas existieran como tales.

La tesis amplia, que parece inspirar el fallo de la sala B, va más lejos.

Bastaría probar la enajenación del bien propio y la percepción del precio para que naciera la recompensa; cualquiera hubiese sido el destino dado a la suma percibida.

Así, por ejemplo, un marido que hubiese vendido un bien propio, y hubiese empleado el precio en realizar un viaje alrededor del mundo con su amiga íntima -dando, acaso con ello causa al divorcio- podría, a la hora de liquidar las cuentas de la sociedad conyugal, invocar el derecho, a recompensa, a fin de que su patrimonio propio no sufriera desmedro.

Más aún: Podría ser que el marido en cuestión hubiese aprovechado el viaje para depositar el precio del bien propio vendido en una cuenta numerada, en el país de Guillermo Tell, y hubiese pagado el viaje adúltero con bienes gananciales.

Obvio es que la prueba sobre los fondos aplicados al pago de la excursión es extremadamente ardua, y la cónyuge seguramente fracasaría en su intento de acreditar que el marido pagó con gananciales y no con propios. Con lo cual el marido cobraría dos veces el bien propio vendido: La primera vez de manos del comprador, y la segunda de la masa de gananciales a partir.

La tesis que critico puede haber sido aplicada en algún caso concreto para resolver equitativamente una situación que no encontraba solución por otro camino. Pero la generalización me parece temeraria y sus consecuencias negativas.

[1] GUAGLIANONE, Aquiles, “Disolución y liquidación de la sociedad conyugal” Nº 289.  BORDA, Guillermo A., “Tratado de Derecho Civil Argentino – Familia”, T. VI, Nº 259. BELLUSCIO, Augusto C. “Manual de derecho de familia” nº 419 i). MENDEZ COSTA, María Josefa, “Las deudas de los cónyuges”, núms. 102 y sigts. Ed. Astrea, Buenos Aires, 1979. GUASTAVINO, Elías P., “El sistema de indemnizaciones o recompensas de la sociedad conyugal”, Revista de Ciencias Jurídicas y, Sociales. N. 98/99, Santa Fe, 1959. DIAZ DE GUIJARRO, Enrique, “La restitución de los bienes propios del marido, cuando no subsisten en especie al liquidarse la sociedad conyugal”, J. A., t. 75, p. BIDAU, José F., “El derecho de ambos cónyuges de exigir el reintegro del valor no invertido de sus bienes”, p. 445, núm. 3, Rev. del Colegio de Abogados de Buenos Aires, 1946.

[2] LLAMBIAS, Jorge Joaquín, “Tratado de derecho civil – Parte General”, t. I, núm. 128.

[3] Rev. LA LEY, t. 1976 – D. p. 656 (fallo 33.881-S).

[4] Rev. LA LEY, 1977-D, p. 621.

[5] BORDA, Guillermo A., ob. y loc. cit. en nota 1. GUASTAVINO; Elías P., ob. y loc. cit., en nota 1.

[6] GUAGLIANONE, Aquiles, ob. y loc. cit. en nota

BELLUSCIO, Augusto C. ob. y locc cit. en nota 1, Rev. LA LEY, t. 116, p. 778, fallo 10.784-S. (Cª de la Capital 27-X-1939. Rev. LA LEY, t. 16, p. 739.

[7]  Fallo citado en nota 4.

[8] MAZZINGHI, Jorge A., “Derecho de familia” Nº 189 b) y 194.

[9] RIPERT, Georges y BOULANGER, Jean, “Tratado de derecho civil”, sobre el tratado de Planiol, Ed. LA LEY, t. IX, Nº 889. MAZEAUD, Henri, León y Jean, “Lecciones de derecho civil”. Parte IV, t. 1, Nº 412. GUAGLIANONE, Aquiles, ob. cit., núms. 248 y 262. BELLUSCIO, Augusto C., ob. cit. núm. 409

[10] BORDA. Guillermo A., ob. cit. en nota 1, núm. 360. VIDAL TAQUINI, Carlos H., “El régimen de bienes en el matrimonio”, núm. 268, Ed. Zavalía, Buenos Aires, 1971. CNCam., sala A, 6/XII/1979, E. D., t. 87, p. 143 (Rep. LA LEY, t. XL, J-Z, p. 2450, sums. 66 y 67); ídem 28/VI/1973, Rev. LA LEY, t. 152, p. 369. CApel. CC Rosario 25/X/1978, Rep. LA LEY, t. XL, J-Z, p. 2450, sum. 62.

[11] RIPERT, Georges – BOULANGER, Jean, ob. cit. Nº 405, califican como bastante malas las expresiones “pasivo provisoria” y “pasivo definitivo”.

[12] MAZZINGHI, Jorge A., “Derecho de familia”, – Nº 345. CNCivil., sala D, 24/VII/1959, Rev. LA LEY, t. 137, p. 601.

[13] ZANNONI, Eduardo A., “Derecho de familia”, núm. 474.

[14] SELDON, Arthur y PENNENCE, F. G.” “Diccionario de economía”, p. 311, Ed. Oikos-Tan S.A., Barcelona, 1975.