Autor: Mazzinghi, Jorge Adolfo (h.)

Año: 1985

Publicado en: LA LEY1985-D, 1145

Cita Online: AR/DOC/7947/2001

Sumario: SUMARIO: II. El proyecto votado por diputados. – III. La clave de la reforma. – IV. Igualdad y filiación

I. Introducción

La Cámara de Diputados ha tratado y modificado un proyecto del Poder Ejecutivo sobre patria potestad y filiación, que introduce importantes reformas al Código Civil.

El doctor Alberto J. Gowland se ocupó en estas mismas páginas de las modificaciones al régimen de la patria potestad, exponiendo al respecto una opinión que comparto por entero (1).

Voy a tratar, pues, sólo el aspecto referido a la filiación, es decir a la reforma de los arts. 240 a 263 del Código, que constituyen un conjunto de normas poco claras cuya modificación es, en principio, justificable.

El nuevo dispositivo tiene aciertos técnicos que revelan la colaboración de juristas avezados en la preparación del proyecto.

Pero el derecho, -orden social justo del cual la leyes el primer medio de expresión-, no se alcanza sólo a través de una técnica. La técnica legislativa debe funcionar conectada y subordinada a valores éticos que constituyen la sustancia de lo jurídico.

Y es en este aspecto donde surgen las objeciones que el proyecto suscita.

Voy a ocuparme, en primer lugar, de las normas que incluye el proyecto, para referirme luego a su base ideológica y por último señalaré lo que a mi juicio implicaría su sanción en el futuro de la familia argentina.

II. El proyecto votado por diputados

El proyecto votado contiene algunas normas que constituyen una buena respuesta al problema que tratan, y otras que revelan un enfoque erróneo que se traduce en soluciones objetables.

A) Los aciertos del proyecto

a) El art. 242 consagra un principio que coincide con el orden natural de las cosas: «la maternidad quedará establecida, aun sin mediar reconocimiento expreso, por la prueba del nacimiento y la identidad del nacido».

En efecto la necesidad del «reconocimiento materno», que consagra el sistema vigente no tiene sentido.

Así lo entendió Bibiloni en el art. 803 de la primera redacción del Anteproyecto y 729 de la segunda.

Por mi parte he opinado que «el reconocimiento sirve, fundamentalmente, para acreditar un vínculo que no surge patente de los hechos, que sólo consta a su autor, y se basa en la convicción de éste respecto del nexo que lo liga al reconocido. Y no hay duda de que tal actitud se adecua a la posición del padre y no a la de la madre. Esta última tiene constancia clara de haber dado a luz a un hijo que, previamente llevó durante nueve meses en su seno… ¿Qué necesidad hay entonces de reconocimiento»? (2).

Es saludable que el proyecto haya seguido este camino.

b) El art. 244 resuelve con claridad el tema de los matrimonios sucesivos de la madre, que los actuales arts. 241 y 242 del Cód. tratan oscuramente.

c) El art. 253 acepta que en las acciones de filiación se admita toda clase de pruebas, incluso las biológicas. El Código no tiene esa previsión, lo que no ha impedido que las pruebas hematológicas se acepten en los juicios de filiación. Pero es natural que el derecho aproveche los medios que la ciencia provee para esclarecer la verdad.

Por mi parte, pienso que es buena la amplitud de los medios de prueba, mientras no se exagere su significado de medios, es decir de instrumentos destinados a servir al esclarecimiento de la verdad.

B) Sus desaciertos

Son varias las disposiciones del proyecto que merecen objeciones de consideración.

a) Algunas son de carácter técnico y responden a opiniones personales del suscripto, como la norma del art. 256 que asigna a la posesión de estado el mismo valor que el reconocimiento expreso.

Se trata de una posición que entre nosotros ha sostenido Belluscio (3) y con la cual he expresado mi discrepancia (4).

El autor citado es congruente en cuanto exige, para tener por acreditada la posesión de estado, que estén reunidos todos los requisitos que conforman dicha situación, es decir que se trate de una posesión de estado absolutamente impecable, en la cual confluyan la fama, el tratamiento de hijo, el uso del nombre y otros elementos secundarios que puedan configurarla.

Pero no siempre ha sido ésta la comprensión dada al problema por los fallos, y como el texto legal nada dice al respecto, bien podrá ser que con algunos elementos constitutivos de la posesión de estado, se tenga por producido el reconocimiento.

Desde mi punto de vista el reconocimiento es un acto jurídico, constitutivo del título de estado de hijo, y por lo tanto reviste una importancia significativa. Suplir la declaración expresa de la voluntad por una situación de hecho que puede ser equívoca, me parece peligroso.

Por otro lado, la practicidad de esta innovación es relativa. Puesto que la posesión de estado tiene que ser «acreditada en juicio», el hijo que aspira a ser reconocido tendrá que promover una acción judicial, en el curso de la cual podrá probar la posesión invocada y el juez valorará, al dictar sentencia, si dicha situación está plenamente configurada o no. Es decir qué la posesión de estado no tendrá otro significado que el de un hecho corroborante de la filiación aducida, que es lo mismo que ocurre en el régimen actual.

Tampoco se podrá aducir, en defensa de la innovación una ventaja procesal, pues el padre contra quien se reclama la filiación debe ser citado al juicio, donde según el proyecto podrá producir «prueba en contrario sobre el nexo biológico». O sea que no se advierte la ventaja de introducir esta nueva norma, que constituye, a mi juicio, una declaración legal que equipara posesión y reconocimiento expreso, sin posibilidad de que dicha equiparación funcione en la práctica.

b) La impugnación de la paternidad tal como está regulada, suscita una crítica de fondo en los siguientes aspectos.

1º) Las causas de impugnación. La ley vigente restringe a muy pocos casos, concretamente definidos, la posibilidad de que el marido impugne la paternidad de los hijos habidos por su mujer. Es cierto que la formulación legal de las causas es defectuosa y anticuada en cuanto, además de la imposibilidad de haber tenido acceso con su mujer en el período de la concepción, sólo admite el adulterio con ocultación del parto y el nacimiento durante los primeros 180 días posteriores a la celebración. Excluye expresamente que el marido invoque la propia impotencia anterior al matrimonio, en una norma unánimemente criticado.

Pero aun cuando convengo en que era necesario reformular las causas, valorando las posibilidades científicas que hoy existen y que no se vislumbraban en la época de Vélez, opino que la posibilidad de impugnar la paternidad legítima debió quedar restringida a supuestos muy concretos en homenaje a la estabilidad familiar.

Se ha variado el criterio a este respecto cayendo en una regulación cuya generalidad la hace extremadamente peligrosa.

El texto admite la acción cuando el marido alegue «que él no puede ser el padre o que lo paternidad presumida por lo ley no debe ser razonablemente mantenida en razón de pruebas que la contradicen».

Para interponer semejante demanda, el marido sólo tiene que acreditar la verosimilitud de los hechos en que se funda.

Aparentemente la interposición de la demanda va a ser muy sencilla, pues la exigencia de verosimilitud es por demás vaga y no constituye a mi criterio un filtro razonable frente a una demanda que, por su contenido, pone en tela de juicio el honor de la mujer y conmueve seriamente a la familia.

En efecto, para obtener que la presunción legal de paternidad «no sea mantenida» el marido actor puede valerse de todo medio de prueba y por cierto de las pericias técnicas que hoy día permiten establecer la paternidad, con cierto grado de certeza.

Todo ello sin la prueba previa del adulterio o de la grave infidelidad de la mujer. Es decir que cualquier marido, con el propósito de calmar sus dudas -razonables o no- o con el simple fin de vejar a su mujer, puede someterla a un juicio cuya incidencia sobre su honor -cualquiera sea el resultado- no es difícil advertir.

Estimo que el proyecto es, a este respecto, de una amplitud excesiva, y que so color de proteger el derecho del marido a cerciorarse sobre la paternidad de los hijos habidos por la mujer, se coloca a ésta en una situación humillante que considero inaceptable.

El matrimonio supone confianza, y la certeza de paternidad se apoya en un acto de fe (Fassi, … «lo más ennoblecedor de la filiación es esa actitud del hombre que nunca tiene la seguridad de su paternidad, y sin embargo la afirma como la verdad más sabida y frente a la cuna de la criatura dice: éste es mi hijo», t. I, p. 282, Actas del 3er. Congreso Nacional de Derecho Civil, Córdoba, 1961).

Es lamentable que este criterio con el cual se ha desarrollado la familia argentina, sea sustituido por una pretensión de certeza científica, que sólo es admisible cuando la duda marital se apoya en una deshonestidad de la mujer comprobada previamente y por otros medios.

2º) Los plazos. La ley vigente otorga al marido impugnante 60 días para accionar (art. 254).

El proyecto extiende ese plazo a un año, lo que parece excesivo frente a otros plazos de caducidad que la ley vigente consagra.

Pero es más: Conforme al art. 260 del proyecto si el hijo nace dentro de los 180 días de celebrado el matrimonio, el marido puede impugnar su paternidad, o bien reconocer al hijo como propio. Aparentemente, aun cuando el marido lo hubiese reconocido expresamente, dándole su apellido en la partida de nacimiento, conservará de todos modos su acción de impugnación por el plazo de un año.

Con lo cual resulta que, mientras el reconocimiento de un hijo extramatrimonial es irrevocable, según el art. 249 del proyecto, el de un hijo nacido en el matrimonio, puede ser cuestionado durante un año. No es fácil advertir el fundamento de esta diferencia.

3º) La legitimación activa. Por último la reforma proyectada elimina la exclusividad que el art. 256 vigente confiere al padre para impugnar la legitimidad de los hijos habidos por la mujer, y confiere ese derecho al hijo que «podrá iniciar la acción en cualquier tiempo».

Considero que se trata de una solución desacertada.

Ya se sabe que las acciones de impugnación de la paternidad legítima tienen siempre una finalidad económica: Se impugna la propia filiación legítima en procura de obtener otra que suele ir acompañada por una pingüe vocación hereditaria. (López del Carril, Julio J., «La filiación», núm. 605).

No encuentro sentido a que la ley ampare expresamente aventuras de este tipo, y que para preservar algún excepcionalísimo caso en que el impugnante actúe de buena fe, habilite a cualquier hijo para poner en la picota a su madre -y por consiguiente al marido de ésta- sosteniendo haber sido engendrado por ella y un tercero.

Conclusión

Con todas estas reformas, la filiación legítima se transforma en un vínculo tan vulnerable como la filiación extramatrimonial. El derecho de investigar la propia filiación, que la ley vigente les reconoce a quienes no tienen maternidad o paternidad conocidas, se extiende peligrosamente a los hijos legítimos.

Ni el marido ni el hijo de una mujer casada van a encontrar, si el proyecto se aprueba, mayores inconvenientes para hacer caer la presunción de paternidad que establece el art. 243 del proyecto.

Puede ser que esto sirva para desentrañar las consecuencias de alguna infidelidad, pero ese fin se alcanzará a costa de una asimilación del derecho a dudar, que implica una lamentable desvalorización del matrimonio, cuyos aspectos morales -la fe conyugal- pierden todo sentido en esta pálida visión de la familia legítima.

C) La determinación de la filiación

La equiparación de todos los efectos de la filiación legítima y extramatrimonial, está consagrada por el art. 240 del proyecto.

La declaración expresa con nitidez lo que se quiere: prescindir de toda diferencia en los derechos de los hijos.

La situación actual, disciplinada por la ley 14.367 (ADLA, XIV-A, 165) consagra esta igualdad en todos los aspectos, salvo el hereditario.

El proyecto, al establecer que una y otra filiación producen los mismos efectos, allana esta diferencia. La innovación no refleja la relación que hay entre derechos sucesorios e institución familiar. La herencia está ordenada al apuntalamiento económico de la familia, y la familia se basa en el matrimonio. Es lógico, pues, que quienes no han constituido una familia, coloquen a sus hijos en una situación hereditaria diferente a la de aquellos que se han casado.

La equiparación implica establecer que, a los efectos hereditarios, que los padres estén casados entre sí, o no lo estén, o estén casados con terceras personas, es indiferente. Esto implica sustentar una visión meramente individual y no institucional del derecho sucesorio.

Hay; sin embargo, un aspecto de la filiación extramatrimonial que, por grande que sea el esfuerzo de los legisladores, no será nunca suficiente para colocar a los hijos ilegítimos en igual situación que los nacidos de matrimonio, y es el que se refiere a la determinación de la filiación.

En efecto, cuando los hijos son concebidos en el matrimonio, la paternidad del marido es presumida por la ley. O sea que los hijos legítimos nacen con padre establecido.

Cuando no hay matrimonio es imposible presumir la paternidad de nadie y por lo tanto para determinar la filiación extramatrimonial habrá que recurrir, como hasta ahora, al reconocimiento espontáneo del padre, o a la sentencia judicial que lo declare tal.

Sin embargo, el afán igualitario no declina ante esta diferencia insoluble y resuelve la cuestión disminuyendo considerablemente el valor de las presunciones sobre las cuales se apoya la filiación legítima.

Dichas presunciones son dos, en el derecho vigente: la primera, que no admite prueba en contrario, establece que han sido concebidos en el matrimonio los hijos nacidos luego de 180 días de la celebración y antes de 300 de la disolución, nulidad o divorcio; la segunda que dichos hijos, concebidos por la mujer en el matrimonio, tienen por padre al marido.

Esta última presunción es juris tantum, pero la legitimación activa para impugnar la paternidad está circunscripta el marido, las causas que éste puede alegar son muy pocas, y el plazo de caducidad de la acción es de 60 días a partir del nacimiento.

La reforma, si bien en su art. 243 mantiene el contenido de la primera presunción, nada dice sobre su carácter juris et de jure, con lo que no se sabe cuál es el alcance que el proyecto le asigna.

En cuanto a la paternidad del marido, las posibilidades de impugnación se amplían de tal manera, que la certeza que era característica de la filiación legítima desaparece en gran medida.

Es decir que la aproximación entre una y otra filiación se procura debilitando considerablemente la eficacia de las. presunciones, sobre las cuales se asienta la legítima. Sólo faltaría para que el legislador aboliera toda presunción de paternidad y estableciera que la filiación legítima sólo se establecerá por reconocimiento voluntario.

Con ello se lograría plenamente la igualdad a que aspiran los autores del proyecto.

III. La clave de la reforma

La idea clave de la reforma emprendida es la igualdad; se procura la igualdad absoluta del padre y la madre en el ejercicio de la patria potestad y la igualdad absoluta entre los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio.

Otras «igualdades» pueden ser vislumbradas a través de palabras pronunciadas en el debate: «Hoy damos un paso importante al sancionar la ley que equipara en todos sus efectos los hijos matrimoniales con los nacidos de esas uniones (de hecho). Mañana sin duda tendremos que dar un paso más, no para destruir la familia, como se ha dicho, sino para darle status jurídico a esas uniones irregulares, con la norma que, suficientemente debatida, como en España, Francia, Brasil, Italia y otros países, implante el divorcio vincular absoluto en la Argentina»(5).

Resulta claro que la reforma ha sido emprendida con la intención de igualarlo todo. La «noble igualdad» se apresta aparentemente a descender del trono en que quiso ubicarla el autor de nuestro Himno Nacional, para tocar con su vara mágica la institución familiar y equiparar situaciones que hasta ahora funcionan de modo diferente.

Desde luego que tal equiparación se intenta nivelando hacia abajo, suprimiendo todo aquello que esté ubicado en el nivel superior, es decir eliminando los efectos de la filiación legítima y colocando a sus actuales titulares en una situación equivalente a la que hoy ostentan los nacidos fuera de matrimonio.

El paso próximo que aparece propuesto será transformar el matrimonio en una unión tan frágil e inestable como el concubinato.

La receta de nivelar hacia abajo es conocida, pues su aplicación no se circunscribe al derecho de familia, sino que se ha intentado en muchos campos donde las desigualdades pueden ser suprimidas.

y si hubiese modo de proveer a los miembros de la comunidad de un «talento medio», igual para todos, no dudo de que la iniciativa sería propiciada con entusiasmo por aquéllos a quienes ni natura ni Salamanca les han dado un gran caudal, y ese entusiasmo encontraría eco parlamentario.

Pero la igualdad, que luego de ser cantada en el Himno, fue consagrada por el art. 16 de la Constitución Nacional, no tiene el significado que se le atribuye. La igualdad tiene un sentido jurídico que ha sido puesto en claro por una sostenida y constante jurisprudencia de la Corte Suprema Nacional: Se trata de la igualdad de derechos en igualdad de circunstancias. No consiste en fingir que todas las circunstancias son iguales, porque tal desfiguración de la realidad sería manifiestamente injusta.

La propia Constitución consagra una serie de «desigualdades» que están ordenadas al buen funcionamiento de la comunidad: No otorga los mismos derechos a nacionales y extranjeros; no admite que sean elegidos diputados por los habitantes de una provincia quienes no sean nativos o tengan su domicilio en ella; exige una edad mínima para ser senador o presidente de la República, y a nadie se le ha ocurrido -hasta ahora- que el derecho a optar a tan elevados ministerios pudiera ser reclamado por un adolescente nacido en las antípodas, invocando el principio de la igualdad.

El derecho, en. cuanto orden social justo, consiste en una cuidadosa y equitativa organización de las desigualdades. Su formulación establece las facultades y las cargas que competen a cada uno, partiendo del hecho evidente de que no a todos competen las mismas.

Más aún, la trama de una sociedad se enriquece cuando derechos y deberes se distribuyen armónicamente -asumiendo desigualdades insoslayables-, cuando cada uno sabe con precisión qué le corresponde y a qué está obligado, y cuando un sentido ético y solidario -indispensable para que reine el orden y no el caos- lleva a aceptar su parcela de derechos y obligaciones y a valorarlas como instrumentos aptos para el logro de la propia plenitud personal.

Por el contrario, la siembra de un descontrolado y quimérico afán igualitario, lleva inexorablemente a sembrar el resentimiento que consiste en no soportar que alguien sea, o tenga más y por ese camino se llega a la postración de la sociedad, al achatamiento y la frustración de sus miembros y consiguientemente al crecimiento exclusivo del estado, que a veces se asemeja al dios Cronos, y exhibe un oscuro instinto de fagocitar a sus hijos.

La igualdad no es sinónimo de la justicia.

La igualdad implica reconocer a todos aptitud para integrar la sociedad política, pero es un germen de conflictos cuando se la pretende trasladar a la regulación de las instituciones.

VI. Igualdad y filiación

La igualación de las filiaciones está resuelta en el proyecto conforme al criterio expuesto es decir nivelando hacia abajo: Como no es posible insertar en una familia a quien ha nacido fuera de ella, lo que se hace es eliminar los efectos que favorecen a los hijos nacidos en una familia, es decir nacidos de una asociación basada en un vínculo legítimo.

El matrimonio es despojado así de una de sus consecuencias principales que consisten en privilegiar a la filiación proveniente de él. Al establecer este privilegio la ley pretende indicar la conveniencia de que la procreación de las nuevas generaciones se produzca a través de la unión conyugal y no de cualquier tipo de ayuntamiento.

La igualdad que se propone en la ley debatida hace abstracción de la valoración ética y tiene como único fundamento la identidad del proceso biológico que genera una nueva vida: Ese proceso consiste, en todo caso, en la unión del hombre y la mujer (por lo menos durante el tiempo que requiere la realización de la cópula) y luego la gestación y parto.

Es el mismo proceso biológico que se da en muchas otras especies animales, donde no existe la participación que, tratándose de hombres, compete a la inteligencia, la libertad, la afectividad.

Prescindiendo de todas ellas se trata a los hombres como si fueran bestias y sólo se repara en la realidad material, que culmina en el nacimiento de un hijo.

En suma: Se sostiene que como todos los hombres nacen igual en el sentido biológico, no sería lícito hacer diferencias en la situación jurídica derivada del nacimiento. Se pretende, además, que si la ley realiza tales diferencias, lo que hace es «castigar a un inocente».

Nadie que aliente un espíritu de justicia siquiera elemental, podría sostener que los hijos nacidos fuera de matrimonio deben ser castigados, porque obviamente el «castigo» de un inocente es repugnante a la justicia.

Sin embargo, no siempre «discriminar» es «castigar».

No se castiga a un extranjero al no concederle los derechos políticos propios del ciudadano; no se castiga a un menor de edad al prohibirle la realización de ciertos actos; no se castiga a quien no es socio de un club privándolo de los derechos que competen a quienes son socios.

Hay objetivos, como la constitución de la sociedad política; la protección de los incapaces; el derecho de propiedad, a través de los cuales se procura el bien común. Y el bien común se apoya en infinitas discriminaciones que modifican el sentido primario y elemental de la igualdad que ahora se nos propone para regular la filiación.

No afecta a la igualdad ante la ley que el lego esté privado de ejercer la abogacía; que el Director General tenga más autoridad que el escribiente; que el legislador goce de inmunidades no reconocidas a otros ciudadanos.

Estas desigualdades no siempre resultan justificables si se mira a los casos particulares: Puede ser que tenga más sensibilidad e inteligencia para comprender los problemas nacionales un extranjero que un ciudadano; que tenga más intuición y acierto para curar ciertas enfermedades un lego que un médico diplomado; que sea más diestro conductor de un automóvil quien carece de registro habilitante que quien lo haya obtenido.

En materia de filiación las discriminaciones han existido y acaso continuarán existiendo, aun cuando las leyes se empeñen en borrarlas mediante la ignorancia de los elementos morales que están entrañablemente implicados en el concepto de familia.

La absoluta igualdad de derechos sólo se conseguirá prescindiendo de la familia: Sólo disolviendo el club, suprimiendo la sociedad anónima, eliminando la nacionalidad, sería posible que los socios y los no socios, los accionistas y los no accionistas, los nacionales y los extranjeros tuvieran idénticos derechos, pues qué club sería aquél donde todos los seres humanos pudieran gozar de los derechos sociales; qué sociedad aquélla donde las decisiones se adoptaran lo mismo por los accionistas que por quienes no lo fueran; que país aquél donde, a la hora de elegir autoridades, pudieran votar con igualdad de derechos todos los habitantes del planeta.

Este criterio igualitario que inspira la reforma introducida al régimen de la filiación se orienta -a sabiendas o no- a la eliminación de la familia basada en el matrimonio; da por supuesto -según lo dicho en el debate- que el matrimonio ha de ser desprovisto de su permanencia mediante la sanción del divorcio, y, para comenzar, se lo despoja de un elemento fundamental como es el de emplazar a los nacidos de él en un estado de familia propio que es el de hijos legítimos (6).

Con pasión iconoclasta se ha avanzado contra la legitimidad como si la legitimidad constituyera un privilegio irritante, como si fuese una discriminación establecida en perjuicio de otros; como si el bien común de la sociedad no tuviera nada que ver con la forma en que se habrán de procrear las sucesivas generaciones.

En el debate parlamentario se han utilizado argumentos inconsistentes (7) y se han oído voces sensatas capaces de formular aportes constructivos y de situar el problema en su verdadero quicio (8).

En todo caso la música de fondo que resuena en la fundamentación de la mayoría no refleja el afán, ocasionalmente proclamado, de consolidar la familia legítima.

Algunos de los propulsores de esta iniciativa no parecen convencidos de que es preferible que los hijos que se incorporan a la sociedad sean engendrados en el matrimonio. Por el contrario, parecería imponerse una mentalidad conforme a la cual la leyes indiferente a la procreación en el sello de la familia, o a campo traviesa, o en los laboratorios con que la técnica moderna pretende sustituir el amor de los padres.

Desde este punto de vista, acaso no siempre asumido con conciencia, se advierte la decisión de privar a la familia de su significación social.

Y la familia quedará aniquilada cuando su delicada y compleja estructura sea reemplazada por la simple comprobación de hechos materiales: En vez de valorar la alianza del varón y la mujer, anudada sobre la base de un recíproco voto de fidelidad y ordenada a la procreación y educación de los hijos, se tomará en cuenta el acoplamiento físico sin otra permanencia que la necesaria para concretar la cópula, y la eventual gravidez que de ella pueda resultar determinando el nacimiento de un hijo.

El reemplazo de la familia por este concepto puramente biológico demuestra un olvido de las categorías morales y de las normas que ordenan la conducta humana, siendo ésta una característica de visión marxista del derecho.

Recuerdo una opinión de Kelsen, conforme a la cual la influencia de Marx en la ciencia social de nuestro tiempo se manifiesta «en la difundida tendencia a rechazar toda interpretación normativa de los fenómenos sociales, aun de aquellos que indudablemente caen dentro de los dominios de la moral o del derecho». Y luego de afirmar que esta tendencia se expresa caracterizando a los juicios de valor sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, como proposiciones sobre hechos observables mediante la psicología individual o social, y no como juicios de conformidad o disconformidad con una norma, concluye diciendo: «Es una tendencia antinormativa, basada en la falta de deseos o de capacidad para reconocer el significado específico de una norma o de un orden normativo»(9).

Cabe preguntarse bajo qué inspiración estamos recorriendo los caminos que llevan. a reformar el derecho de familia, si su modificación va a hacerse respetando la tradición nacional -que varios diputados exaltan- o la enseñanza de Engels, que mencionaba entre los medios eficaces para imponer la revolución comunista, la igualación de los hijos legítimos e ilegítimos (10).

Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723)

Este trabajo fue presentado con anterioridad a que la Cámara de Diputados aprobara recientemente el proyecto de ley.

 (1) GOWLAND, Alberto J., Rev. LA LEY, t. 1985-C, p. 800.

 (2) MAZZINGHI, Jorge Adolfo, «Derecho de familia», t. III, núm. 553.

 (3) BELLUSCIO, Augusto C., «Manual de derecho de familia», t. II, núm. 480.

 (4) MAZZINGHI, Jorge Adolfo, Ob. cit. núms. 546 y 549.

Conf. BORDA, Guillermo A., «Tratado de derecho civil-Familia», t. II, núm. 728.

 (5) Cámara de Diputados de la Nación. Diario de Sesiones, 44ª reunión 21/3/85, discurso del diputado Salduna, p. 7465.

 (6) Cámara de Diputados de la Nación, Diario de Sesiones, 44ª reunión 21/3/85, discurso del diputado Salduna, ps. 7406/7407. «Aceptamos que en definitiva que la tradicional familia argentina, basada en el matrimonio monogámico se encuentra en crisis». A continuación habla el orador de dos millones seiscientas mil parejas que constituyen uniones de hecho, cifra cuyo origen se omite consignar (p. (7407).

 (7) Cámara de Diputados de la Nación, Diario de Sesiones, 44ª reunión 21/3/85, discurso del diputado Terrile: «queremos terminar con la mentira, con la hipocresía, con la familia aparente, con el matrimonio en donde no se puede debatir absolutamente nada» (p. 7455).

«Mientras en un proyecto -el de minoría- plantea un orden jerárquico dentro de la familia, ante el disenso nosotros procuramos la horizontalidad» (D. 7502). Y en medio de estas declaraciones aparecen conceptos como el que afirma que el proyecto de mayoría procura que el niño sea «la hermosa sustancia que juega» (p. 7503).

 (8) Cámara de Diputados de la Nación, Diario de Sesiones, 44ª reunión, 21/3/85. El diputado Fappiano señala que las diferencias de origen entre los hijos «debe ser considerada por la ley no negándola y diciendo que ella no existe, sino estableciendo un sistema para que los que han tenido la desgracia de no verse amparados por una familia, tengan el más amplio apoyo de la sociedad» (p. 7460).

La diputada Guzmán señala los aspectos morales implicados en la filiación, y enjuicia la expresión del miembro informante de la mayoría: «Ya no interesa lo aparente ni lo que está bien según los convencionalismos sociales», y apunta a este respecto «Dónde está la ética, si decimos que no importa lo que está bien. Yo no acepto ni dogmatismos jurídicos ni empirismos fenomenológicos. Pero hay bien y hay mal; hay acierto y hay error» (p. 7506).

Asimismo el diputado Ferré acota que: «Si la familia democrática es la horizontal -la que no tiene decisión en sí misma- .¿no se estaría proponiendo que los hijos no son de la familia sino del Estado? En este último supuesto, enfrentaríamos una concepción estatista o leninista del orden familiar» (p. 7515).

 (9) KELSEN, Hans, «Teoría comunista del derecho y del estado», p. 13, Ed. Emecé, Buenos Aires, 1957.

 (10) «Manifiesto del partido comunista», .MARX, Carlos y ENGELS, Federico, Ed. Polémica, Buenos Aires, 1972. «Las medidas más importantes, que dimanan necesariamente de las condiciones actuales son: … 11) Igualdad de derecho y herencia para los hijos legítimos y los naturales…»