Autor: Mazzinghi, Gabriel M.
Año: 1992
Publicado en: DJ1991-2, 1
Cita Online: AR/DOC/3527/2006
Sumario: SUMARIO: SUMARIO: I — Introducción. — II — Circunstancias propias del caso. — III — Fundamento jurídico de lo resuelto. — IV — Principio general y posibles excepciones. El derecho a la vida y el abuso del derecho. — V — Suicidio por acción y por omisión. — VI — Pautas para resolver casos semejantes en el futuro. — VII —El problema visto desde el lado del médico. — VIII — Conclusión.
I — Introducción
La sala H de la Excelentísima Cámara Nac. de Apel. en lo Civil ha resuelto, recientemente, una interesante cuestión vinculada con el ejercicio del derecho de disponer sobre el propio cuerpo, o —según como se mire— de disponer sobre la propia vida.
El caso, ciertamente sencillo, presenta dos personajes centrales: a) Un señor, que como resultado de una enfermedad llamada «pie diabético», presenta un cuadro de gangrena en uno de sus miembros inferiores, frente al cual los médicos indican como única terapia posible, la amputación de la pierna a la altura de la rodilla; b) El hijo de aquel, que ante la cerrada negativa del enfermo a que le corten la pierna, recurre a la justicia pidiendo al juez que ordene practicar la amputación, venciendo así la «resistencia» del principal interesado.
La sentencia desestima el pedido del hijo por algunas razones jurídico-filosóficas y por otras de hecho que se vinculan con las características de la enfermedad que presenta el causante.
Luego de haber considerado detenidamente el difícil y delicado problema planteado hemos llegado a una conclusión coincidente con la del fallo.
Pero tal acuerdo con la sustancia de lo resuelto, no implica que estemos enteramente de acuerdo con la fundamentación de la sentencia comentada, que nos ofrece algún reparo. Dicho en otras palabras: Coincidimos con la decisión adoptada, fundamentalmente en razón de algunas circunstancias de hecho propias del caso.
II — Circunstancias propias del caso
Hemos tenido oportunidad de consultar el expediente que culminara con la sentencia que comentamos, y creemos importante reseñar algunas de las circunstancias que explican —aunque quizás no justifiquen— la actitud del paciente, y que dan sustento también a la decisión judicial adoptada.
En la especie, se trataba de un anciano de ochenta y cinco años de edad, jubilado, viudo, que carecía de vivienda propia, y que presentaba una diabetes desde hace más de cuarenta años.
En cuanto a su enfermedad, presentaba importantes y avanzadas lesiones gangrenosas en distintas zonas del pie derecho; dicha gangrena obedecía a una causa de orden general —la diabetes— presentando el enfermo «un severo compromiso vascular arterial» —según lo expresan los peritos médicos— que era la causa productora del déficit de irrigación sanguínea en la región.
Desde el punto de vista psicológico, o psíquico, el causante es descripto por los médicos como una persona capaz, aunque presenta ciertas fallas en la memoria y en la afectividad, y se muestra deprimido.
El conjunto de circunstancias sucintamente expuestas, nos lleva a considerar que la solución a que llegaron los jueces de ambas instancias, es la correcta. Reviste a nuestro juicio gran importancia el hecho de que la gangrena en cuestión, fuera producto de una «enfermedad productora» instalada en el organismo del paciente —la diabetes mellitus— existiendo la posibilidad de que la gangrena pudiera reaparecer en el futuro.
Valorando todos los elementos en juego en el caso concreto —tipo de enfermedad, posibilidad de curación plena, miembro a ser amputado, condiciones de vida del paciente, edad del interesado, etc.— la decisión de J. de no someterse a la operación no parece que debiera ser «vencida» por el órgano jurisdiccional.
Dentro de lo difícil que resulta equilibrar los intereses en juego —el del interesado principal, el de su familia, y el de la sociedad, en última instancia— no nos hubiera parecido, en el caso, correcto que la Excma. Cámara ordenara la amputación de la pierna de J. condenándolo a éste a vivir —los últimos años de su vida—, contra su voluntad, como un lisiado o minusválido.
Las circunstancias, pues, propias de este caso, nos llevan a coincidir con la decisión a que llegaron los jueces, en el sentido de respetar la decisión de J. sobre su propio cuerpo, y no consentir la amputación recomendada por los médicos, como única alternativa para detener la gangrena.
No queda claro, en el caso, la consecuencia que habría de derivarse de la amputación de la pierna gangrenada.
En su escrito inicial, el hijo del paciente afirma categóricamente que la amputación «es el único medio para salvar la vida» de su padre.
Insiste sobre ello al expresar agravios, diciendo que la gangrena lleva a su padre «… a la muerte en forma inexorable…», y aclara que «… esa muerte va a llegar después de una agonía terrible…».
El Juez de Primera Instancia se hace cargo de tal planteo, y se refiere en su breve resolución «a las consecuencias inevitables de dolor y muerte que le traería no consentir la operación…».
La Excma. Cámara, por su parte, afirma en su sentencia lo contrario al decir que «… las posibilidades de ‘muerte segura’ no aparecen corroboradas en autos».
Lo cierto sobre el punto es que en las pericias médicas practicadas no se habla concretamente de «muerte segura», pero a nuestro juicio se la da a entender al referirse, por un lado al «… progreso de la sepsis gangrenosa…», y a la amputación como de «carácter urgente» y como única alternativa para detener la infección.
La dilucidación del curso necesario o probable de la gangrena es una cuestión ajena al derecho, pero entiendo que dada la importancia que el tema tenía en autos, debió requerirse antes de resolver, la opinión clara y expresa a los médicos, acerca de si la no amputación de la pierna gangrenada habría de conducir en breve plazo, a la muerte.
III — Fundamento jurídico de lo resuelto
El fallo comentado afirma lo siguiente: «¿… No surgiendo que la conducta del paciente configure una forma de suicidio, debe respetarse la voluntad de aquél, y la solución viene impuesta por la naturaleza de los derechos en juego que determinan que el paciente sea el árbitro único e irremplazable de la situación. El principio expuesto no debe ceder aunque medie amenaza de la vida».
Pero en el párrafo anterior al citado, la misma sentencia dice que «La vida, la integridad personal y la salud están consideradas en la conciencia social y en el derecho positivo, como valores que revisten interés público, y no como derechos subjetivos privados solamente…».
No resulta fácil compaginar las dos afirmaciones transcriptas.
Si el paciente es el «árbitro único e irremplazable de la situación», aun cuando medie amenaza de vida, no se llega a advertir por qué el derecho a disponer sobre el propio cuerpo no es considerado un «derecho subjetivo privado», y por qué se habla de un interés público o social de la vida, la integridad personal y la salud de las personas individuales.
Es en nombre de esta dimensión social, de este «interés público» al que alude la sentencia, que la sociedad o cualquiera de sus miembros puede oponerse a la decisión de una persona de quitarse la vida (1).
Cuando una persona quiere claramente suicidarse —pegarse un tiro en la sien, saltar de un octavo piso, arrojarse a las vías del tren— es claro que la sociedad o cualquier particular, pueden impedirlo, usando Incluso de la fuerza.
Ahora bien, si esto es así —y lo es jurídica y moralmente— cabe preguntarse si un derecho semejante no corresponde a la sociedad en ciertos casos extremos en los que una persona por negarse en forma obstinada a un tratamiento, operación, transfusión, o cualquier otra práctica médica, decide no combatir contra una enfermedad grave que habrá de ocasionarle la muerte (2).
Piénsese, por ejemplo, en una madre de cuatro hijos, de 34 años de edad, a la que se le detecta —a tiempo— un tumor maligno en un pecho, y que se niega terminantemente a ser operada; o en un arquitecto de 26 años, padre de dos hijos, que se niega a aceptar una transfusión de sangre por miedo a contagiarse del SIDA; o en un joven pintor al que, a raíz de una gangrena se le deben amputar dos dedos de su mano derecha, y no acepta su amputación, con tal de poder pintar unos meses más.
¿Qué actitud deben tomar el marido de la mujer del primer caso, la mujer del arquitecto, los padres y hermanos del pintor?
Y si se presentan a la justicia, ¿Qué actitud deben tomar los jueces?
¿Deben permanecer mirando, impasibles, como las personas prescinden de las posibilidades ciertas que hoy brinda la ciencia médica —una operación, una transfusión, la penicilina, un trasplante, una amputación, tales o cuales remedios, etc.— y caminan hacia la muerte, o pueden en cambio, en ciertos casos, ejercer —a través del Poder Judicial— los derechos un tanto difusos que la sociedad tiene, en relación a la vida y la salud de las personas individuales?
La respuesta a tales interrogantes depende de que se admite o no la afirmación de la sentencia, en el sentido de que «… el paciente es el árbitro único e irremplazable de la situación…», aunque medie amenaza a la vida (3).
Por nuestra parte, luego de haber meditado sobre el tema, hemos llegado a la conclusión contraria, vale decir que el paciente no siempre es el árbitro único que habrá de disponer de su vida.
Creemos que en ciertos casos, la sociedad puede y debe ejercer el derecho —que ciertamente tiene— de velar por la vida de las personas que representa además de un bien «personal» —valga la redundancia— un bien familiar y social.
IV — Principio general y posibles excepciones. El derecho a la vida y el abuso del derecho
Obviamente, compartimos el principio general que debe regular la materia, consistente en que básicamente debe ser el propio interesado quien luego de recibir la necesaria información, debe decidir acerca de su salud, su integridad corporal, sus chances de curarse, sus condiciones futuras de vida.
Tal decisión pertenece a la órbita de la intimidad de las personas, de sus derechos personalísimos, y es de sentido común la afirmación del principio antes expuesto.
Pero la duda que se pretende esclarecer en este artículo, es si tal principio funciona como un principio absoluto, que no reconoce ninguna excepción, o si por el contrario, frente a casos extremos que la realidad puede presentarnos, es posible que el juez, contrariando la voluntad del paciente, resuelva la realización de una práctica médica — amputación, transfusión, trasplante o tratamiento— que los médicos aconsejan como único medio para salvar la vida.
No hace falta destacar la excepcionalidad extrema de los casos en que —a nuestro juicio— podría admitirse el desconocimiento de la voluntad del paciente.
Sólo en supuestos de una manifiesta terquedad, de una actitud absolutamente caprichosa, de un miedo objetivamente infundado hacia tal o cual práctica módica, proveniente, —se entiende— de una persona capaz, psíquicamente sana, podría resultar imaginable que la justicia ordenara, a instancias de un particular interesado, llevar a cabo determinada intervención o tratamiento (4).
Creemos en que la admisión de esta posibilidad en casos excepcionales, resulta más valiosa para el derecho que el respeto absoluto a la voluntad del paciente, «único árbitro» de la situación, al decir de la Excma. Cámara.
Más aún: Buscando apoyo legal en los textos vigentes, para fundar la postura que aquí sostenemos, se nos ocurre que el ejercicio terco, caprichoso, infundado del derecho a «no operarse», o a «no tratarse» cuando ello es necesario para salvar la vida, constituye una forma de ejercicio abusivo —ilícito— de los derechos, que encuadra en la prescripción del art. 1071 del Cód. Civil.
Leyendo —a propósito de este tema— el segundo párr. del art. 1071, uno llega a la conclusión que la ley, al reconocer el derecho a la vida y a la integridad corporal, «no ha tenido en mira» el que la persona titular de este derecho lo ejerza para alcanzar la muerte (5).
Tal ejercicio abusivo resultaría también contrario a la moral y a las buenas costumbres (6).
V — Suicidio por acción y por omisión
La consideración de la cuestión que estamos tratando, nos lleva necesariamente al tema del suicidio.
Se entiende por tal, a la «destrucción directamente querida de la propia vida, bien sea por un acto, o por una omisión voluntaria»(7).
Por lo demás, el suicidio se distingue de la llamada «destrucción indirecta de la vida», que tiene lugar cuando la muerte propia no procede de un acto o de una omisión cuya única finalidad sea el quitarse la vida, aun cuando de tal acto u omisión pueda resultar la muerte.
La muerte, en este último caso no es directamente causada ni querida por la persona, sino solamente permitida.
Creemos que esta distinción —sumamente importante para la moral y para el derecho— es clara desde el punto de vista conceptual, aunque no siempre resulte fácil determinar en concreto los límites entre un supuesto y el otro.
En el caso que comentamos, la Excma. Cámara afirma que la conducta del paciente «no configura una forma de suicidio», y ello parece, en principio, cierto.
No obstante lo cual, el informe psicológico obrante a fs. 6/9 del expediente deja una impresión distinta. A lo largo de la entrevista, el paciente afirma que «…no tiene sentido su vida…», que «para él, decir que mañana va a morir es igual a decir mañana voy a pasear…» concluyendo los médicos que J. presenta un síndrome psicoorgánico con ideas depresivas.
No es fácil, en suma, establecer en cada caso, si estamos frente aun «suicidio por omisión» o a un supuesto de «destrucción indirecta de la vida».
Ello es importante, y puede resultar decisivo para que la justicia intervenga (en caso del suicidio) o deje de hacerlo.
VI — Pautas para resolver casos semejantes en el futuro
Como una consecuencia de las reflexiones que el fallo comentado sugiriera, nos parece importante fijar algunas pautas para que sean tenidas en cuenta en el futuro.
a) Equilibrio psicológico del paciente
La primera de ellas, tiene que ver con la capacidad y el perfecto equilibrio del paciente.
Pareciera que frente a un tema tan delicado no resultaran del todo adecuadas las nociones de capacidad e incapacidad con que ordinariamente se maneja el derecho.
En ambas instancias del fallo, se alude a la «parcial mengua de las facultades mentales» del paciente, pero por estimarse que tal mengua no era suficiente para declararlo incapaz, se termina por admitir su criterio.
Se nos ocurre que en orden a tomar una decisión tan trascendente como la de amputarse o no una pierna, los jueces podrían afinar especialmente la percepción del estado de salud psicológico del paciente.
No basta que éste no sea técnicamente un demente, o no sea susceptible de la inhabilitación del art. 152 bis, para tener por válida su opinión en una cuestión tan delicada.
Al respecto nos parece interesante la opinión de Bueres, quien al establecer el principio de que debe acatarse lo resuelto por el paciente, requiere «… que ese se encuentre en pleno uso de sus facultades mentales, es decir, absolutamente lúcido…».
El mismo autor vuelve sobre el tema, al sostener que el consentimiento del paciente debe requerirse, siempre que éste se encuentre en «perfecta razón», o en estado de «lucidez plena»(8).
Pareciera desprenderse de lo dicho que ante un supuesto como el que nos ocupa, el juez, valiéndose de los peritos médicos deberá indagar con especial cuidado y detenimiento cuanto se relaciona con la salud psíquica del enfermo.
b) El peligro inminente de muerte
Otra cuestión de enorme interés para la mejor solución de casos como el que comentamos, será la determinación clara, precisa, del peligro de muerte que la enfermedad entraña.
Aun cuando la medicina no constituye una «ciencia exacta», creemos que hoy por hoy es posible determinar con apreciable precisión las consecuencias de tal o cual enfermedad o infección, y estimar los plazos en que ellas ocasionarán la muerte del paciente.
Sólo cuando exista un peligro real de una muerte inminente, —que el juez valorará prudentemente, junto a las otras circunstancias del caso— podrá tener lugar la preeminencia de una sentencia judicial por sobre la voluntad del paciente.
c) Falta de otras alternativas
A la vez, consideramos de gran importancia que la solución recomendada por los médicos —y rechazada por el paciente— constituye la única alternativa viable para intentar salvar la vida.
Tal lo que —aparentemente, pues no fue dilucidado con la suficiente claridad— ocurría en el caso de autos.
Si, en cambio, existen varias alternativas, tratamientos, o caminos a seguir, creemos que la elección entre ellos le corresponderá al paciente.
d) Gravedad de la intervención y de las consecuencias
Ella también deberá tenerse en cuenta a la hora de tomar una decisión que siempre —bueno es recordarlo— tendrá el carácter de excepcional y extrema.
La razonabilidad de la negativa del paciente a someterse a determinada operación, amputación, tratamiento o práctica médica, dependerá de lo que ello implique.
No es lo mismo la amputación de una pierna, que la de un dedo de la mano; ni el tener que vivir la mayor parte del tiempo conectado a un aparato de diálisis, o sometido a un tratamiento intensivo de rayos, o de cobalto, que el tener que soportar una mera transfusión de sangre.
Al margen de la mayor o menor trascendencia de la práctica de que se trate, los jueces deberán tener en cuenta las condiciones en que la persona continuará viviendo.
e) Certeza de curación o recuperación
Ella también deberá ser cuidadosamente evaluada por los jueces, en base a la información que presten los médicos.
Si la certeza o posibilidad de una curación fueran poco más que mínimas, la voluntad del paciente, contraria al tratamiento deberá respetarse.
f) Motivación
Finalmente, revisten especial importancia en el tema, las causas o motivaciones que el paciente pudiera tener para negarse a un determinado tratamiento o intervención.
Se ha presentado el caso —con suerte dispar—de sendos testigos de Jehová, que se negaron a aceptar que se les practicaran transfusiones de sangre, por ir ello en contra de sus convicciones religiosas.
En uno de ellos, el doctor Eduardo Cárdenas—el mismo juez que dictó la sentencia de Primera Instancia, en el caso que aquí se comenta— denegó —creemos que acertadamente— la transfusión compulsiva requerida por los hijos (9).
En el otro, la Cámara Federal de Comodoro Rivadavia adoptó la actitud contraria y dispuso que se practicara la transfusión en contra de la voluntad del paciente (10).
El tema, ciertamente, es delicado, pero en todo caso, resulta de gran importancia la valoración de la índole de las razones—religiosas, políticas, meramente humanas— que una persona puede tener para contrariar el «instinto de conservación», y negarse a una práctica médica que ha de salvarle la vida.
VII — El problema visto desde el lado del médico
Para terminar, quisiéramos hacer algunas consideraciones del problema enfocado desde el lado del médico.
El principio legal aparece volcado en el art. 19 inc. 3° de la ley 17.132, de acuerdo al cual los profesionales que ejerzan la medicina «están obligados a respetar la voluntad del paciente en cuanto sea negativa a tratarse o internarse, salvo los casos de inconciencia, alienación mental, lesionados graves por causa de accidentes, tentativa de suicidio o de delito. En las operaciones mutilantes se solicitará la conformidad por escrito del enfermo, salvo cuando la inconciencia o alienación o la gravedad del caso no admitiera dilaciones. En los casos de incapacidad los profesionales requerirán la conformidad del representante del incapaz».
El inciso transcripto daría para un análisis detenido que en parte ya se ha hecho.
Destacamos la obligación legal que tienen los médicos de solicitar la conformidad por escrito del enfermo, en caso de operaciones mutilantes.
Pero advertimos también —vista la proliferación de causas que tocan el tema de la responsabilidad médica— acerca de la conveniencia de dejar constancia escrita de la negativa del enfermo, o de sus representantes legales, a realizar el tratamiento, la operación o la amputación que fuese necesaria o aconsejable. No sea cosa que la negativa del enfermo ocasione su muerte, y ésta dé lugar a un reclamo contra el médico que se limitó a respetar la voluntad de aquél.
Por último, habría que hacer una consideración relativa a la conveniencia de que el médico, frente a una negativa caprichosa, terca, infundada de un enfermo, habiendo fracasado en su intento de convencerlo de la necesidad de llevar a cabo un determinado tratamiento o práctica médica que habrá de salvarle la vida, pueda poner la situación en conocimiento de la justicia, ya que por sí mismo, no podría de ningún modo llevar a cabo la intervención (11).
VIII — Conclusión
La concepción de la vida como un bien no exclusivamente personal o individual, sino como un bien que de alguna manera «pertenece» también a la familia y a la sociedad, nos lleva a plantear la posibilidad de que la justicia pueda, en algún caso, ejercer ese derecho y salvar la vida.
No hace falta que reiteremos el carácter excepcionalísimo que habrá de tener tal intervención, y la prudencia extrema con la que los jueces deberán abordar esta delicada cuestión.
El instinto de conservación funcionará, en casi todos los casos, como determinante para que las personas sigan el consejo de los médicos, en lo referente a su salud.
Pero en última instancia, cuando sin motivos razonables, una persona se niegue a seguir lo indicado por los médicos para salvarle la vida, y elija la muerte, creemos que, valorando las pautas que hemos señalado, el juez podrá disponer lo necesario para salvar esa vida.
Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723)
(1) Este interés público o social, este derecho que la sociedad —y la familia— tienen, de preservar la vida de cada persona, considerándola como un bien que las enriquece, debe razonablemente poderse ejercer en algún caso. De lo contrario, ¿qué sentido tiene afirmar que tal derecho existe?
(2) Al respecto resulta interesante la distinción que formula Elías P. Guastavino entre dos especies de actos médicos: 1) Las operaciones quirúrgicas delicadas o complejas, cuyo éxito final es difícil asegurar y 2) Las vacunaciones, transfusiones, todo tratamiento terapéutico aconsejado por la ciencia médica para evitar la muerte del paciente, de éxito probable o seguro. El autor citado admite la intervención compulsiva en los supuestos indicados en segundo término, pero no en los primeros. El intento de «clasificación» de las prácticas médicas es encomiable, pero nos parece que sigue siendo ambiguo. A Bueres tampoco le resulta fundada la distinción entre «simples tratamientos e intervenciones quirúrgicas» («Responsabilidad civil de los médicos» Ed. Abaco de Rodolfo Depalma, p. 110).
(3) La expresión parece literalmente tomada de Cifuentes, quien afirma: «El paciente aún contra su propio interés, puede negarse. Se resguarda un derecho personalísimo, el arbitrio único e irremplazable del dueño del cuerpo…» («Derechos Personalísimos», p. 215). Jorge H. Bustamante Alsina titula el comentario a este mismo fallo aparecido en el diario La Ley del 18/4/91, p. 7: «La voluntad de cada uno es el solo árbitro para decidir una intervención en su propio cuerpo». Tal artículo —con el que parcialmente no coincidimos— termina diciendo que «… la voluntad sana de cada persona es el solo árbitro de una intervención médica, aunque la falta de ésta conduzca a la muerte segura del paciente». Carnelutti, en la idea contraria, sostiene que «… el profesional puede operar contra la voluntad del paciente, siempre que demuestre que está amenazada la vida» («Probleme giuridiche della trasfusione della sangre» Foro Italiano, 1938, t. IV, Col. 91-92, cit. por Cifuentes).
(4) Núñez sostiene que» la caprichosa obstinación del paciente no puede ser suficiente para desautorizar esta clase de tratamientos curativos, sobre todo si se cuenta con el asentimiento de los familiares. A la persona humana no se la valora en el marco de su mayor dignidad, sometiéndose a sus caprichos…» (La culpabilidad en el Código Penal, t. 1, p. 397 y sigts.). Mosset Iturraspe, por su parte, dice:»… Se planteará, tal vez, la incomprensión del enfermo, el desconocimiento de su verdadera situación por incapacidad para comprender, o por terquedad, o lo que fuere; en otras hipótesis se tratará de intervenciones de escasa gravedad, con un gran beneficio para el paciente. Pensamos que la conformidad de los parientes próximos, puede, en tales casos, suplir al del interesado directo» («Responsabilidad Civil del Médico», Ed. Astrea, Buenos Aires 1979, p. 171).
(5) Art. 1071, 2° párr.: La ley no ampara el ejercicio abusivo de los derechos. Se considerará tal al que contrarie los fines que aquella tuvo en mira al reconocerlos, o al que exceda los límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres. Con otras palabras, Cifuentes expresa una idea semejante: «El derecho de vivir es indisponible. El hombre goza de la vida pero es inaceptable que se ampare jurídicamente la voluntad y el acto de matarse» op. cit., p. 186).
(6) Santos Cifuentes, a propósito de la autolesión, la considera antijurídica «… dado que nadie puede disponer de su cuerpo para maltratarlo…». Considera la autolesión como un hecho que va contra el deber prescripto por las leyes (art. 911 Cód. Civil) y contrario a las buenas costumbres (art. 953, Cód. Civil). Con respecto al suicidio, considera que este es impedible, … porque no importa una facultad, ni un derecho. Considera también que… cierta pasividad voluntaria debe obstaculizarse, para evitar una directa consecuencia mortal… («Los derechos personalísimos» Ed. Lerner, p. 216).
(7) Gran Enciclopedia Rialp (G. E. R.). Voz Suicidio, t. 21, «La ley moral natural descubre, por sí sola la ilicitud del suicidio. El suicidio se opone forma clara al instinto de conservación, es decir, a un legítimo amor propio que está en la naturaleza humana, y que le mueve a permanecer en el ser, para su bien y para bien de los demás. El suicidio de personas que tienen familia (padres, marido o mujer, hijos) es también un acto de injusticia respecto de esos parientes» («Problemas morales de la existencia humana» de Rafael Gómez Pérez, Madrid, 3° ed., Cap. IX, ps. 117 a 120).
(8) Bueres, Alberto J.: «Responsabilidad Civil de los Médicos», Ed. Abaco de Rodolfo Depalma, p. 109.
(9) Sentencia publicada en La Ley 1978-A-84. Aquí se le atribuyó a la vida un interés público o social, negándosele el carácter de mero «derecho subjetivo privado», y a pesar de lo cual, —se dijo— «por encima del derecho a la vida, está el derecho a la dignidad». Concluyéndose «… dentro del derecho a la dignidad tiene un primer rango el respeto a las íntimas convicciones religiosas que pueden llevar a la muerte». La persona murió uno o dos días después.
(10) La Cámara Federal de Comodoro Rivadavia, en junio 15-989 resolvió un caso sustancialmente igual al mencionado en la nota anterior, pero en sentido contrario. Consideró que la negativa de un testigo de Jehová a aceptar una transfusión de sangre que resultaba indispensable, constituía «un suicidio lentifica-do, realizado por un medio no violento y no por propia mano, no mediante un acto, sino por la omisión propia del suicida quien no admite tratamiento y de ese modo se deja morir…». La sentencia fue duramente criticada por los doctores Herrendorf y Bidart Campos (diario E. D. del 25/8/89). En otro caso semejante, se ordenó practicar una transfusión de sangre a un niño de un mes de edad, cuyos padres se negaban a hacerlo (Primera Instancia Juzgado N° 3, firme, abril 24-985, E. D. t. 114, p. 114).
(11) Para justificar la acción del médico con menosprecio de la voluntad del paciente, es forzoso reconocer a aquél un derecho propio para imponerse a éste, lo cual no es admisible (Von Tuhr: «Derecho Civil», t. 6, 88, 4).