Autor: Mazzinghi, Gabriel M.

Año: 1992

Publicado en: DJ1992-1, 145

Cita Online: AR/DOC/3736/2006

Sumario: SUMARIO: I — Razones del rechazo de la prueba magnetofónica. — II — La invasión tecnológica. — III — Luces y sombras de la técnica en su relación con el derecho. — IV — El exagerado derecho a la intimidad. — V — Licitud o ilicitud de la prueba subrepticiamente adquirida. — VI — La cuestión en el derecho de familia. — Perspectiva legal. — VIII — El camino de la analogía. — IX — Autorización judicial para interceptar o grabar conversaciones. — X — Conclusión.

I — Razones del rechazo de la prueba magnetofónica

La sala «D» de la Excma. Cámara Nacional en lo Comercial en un interesante caso, resolvió desestimar la grabación de ciertas conversaciones telefónicas, ofrecidas como prueba por una de las partes.

Tales grabaciones registraban conversaciones mantenidas por el demandado, con el letrado y la esposa del actor, y habían sido obtenidas sin el conocimiento ni —menos aún— la autorización de estos últimos.

Al parecer, las grabaciones, llevadas a cabo en presencia de un Escribano, resultaban de importancia para acreditar un pago que el demandado había hecho al actor, sin que éste le hubiera otorgado el correspondiente recibo. En la necesidad de probar que tal pago se había efectivamente realizado, el demandado grabó las conversaciones aludidas, en el curso de las cuales el letrado y la esposa del actor habrían reconocido el pago en cuestión.

El demandado ofrece las grabaciones como prueba documental y la Cámara, luego de cerciorarse de que las grabaciones se habían registrado sin conocimiento de los otros interlocutores, desestimó dicha prueba.

Conviene detenerse a considerar sucintamente los argumentos tenidos en cuenta por el tribunal, para prescindir de las cintas grabadas. Ellos son:

a) La grabación es un «documento» en sentido lato, pero no puede asimilarse a un «instrumento privado», pues éste lleva la firma de los otorgantes —expresión de su voluntad— mientras aquél se obtiene en forma subrepticia.

b) La ignorancia por parte de los interlocutores «… del tratamiento y de la utilización que se estaba dando a sus palabras… y de los efectos que podrían tener sus dichos…» compromete severamente él ejercicio de la libertad personal de aquellos.

c) La grabación subrepticia de las conversaciones, al afectar «… la libertad personal de los litigantes o de terceros…», viola el principio contenido en el art. 378 del Cód. Procesal.

d) El procedimiento utilizado por el demandado, asimismo resulta —a juicio del tribunal— contrario al art. 18 de la Constitución Nacional, que consagra la inviolabilidad «… de la correspondencia epistolar y los papeles privados…».

e) Finalmente, en forma genérica dice el tribunal que la grabación resulta lesiva del derecho de privacidad «…juzga la sala que el éxito de un presunto derecho patrimonial del demandado… debe ceder ante los más eminentes principios de resguardo de la libertad de terceros ajenos al proceso y de inviolabilidad de la privacidad de las comunicaciones telefónicas».

Tales son, en síntesis los argumentos del tribunal para rechazar la prueba ofrecida por el demandado, a fin de probar el pago supuestamente hecho.

Curiosamente, la Excma. Cámara no se refiere al art. 1071 bis del Cód. Civil, ni a los, arts. 18 y 19 de la ley 19.798 (de Telecomunicaciones), que a primera vista, habrían sido infringidas por el demandado al grabar las conversaciones (1).

Hemos analizado detenidamente las razones tenidas en cuenta por el tribunal para no acceder a la prueba, y al cabo de tal análisis, nuestra conclusión es distinta —y opuesta— al del fallo que comentamos.

Creemos que debió darse preeminencia a los principios de la libertad probatoria y de defensa en juicio, incorporando la prueba en cuestión (formalmente admisible) y permitiendo que sobre ella se llevaran a cabo los reconocimientos de voces —por parte de los interlocutores o de los peritos— y la explicación de las circunstancias que pudieran corresponder (2).

No dejamos de ver la entidad de los argumentos tenidos en cuenta por el tribunal, ni los riesgos que una actividad demasiado amplia en la materia, podría tener para la convivencia social.

Pero frente al conflicto planteado, nos parece más valioso el criterio que permita llegar a la verdad real de lo ocurrido, dando una solución justa al caso, en lugar de rechazar tal prueba, que puede ser exclusiva, y categórica convirtiendo el derecho a la privacidad en una suerte de escudo que ampare comportamientos ilícitos e inmorales. (En el caso, no reconocer —ante la falta de recibo— que se percibió un dinero efectivamente percibido).

El interés del tema es —a nuestro juicio— enorme, y se proyecta sobre una gran variedad de situaciones, algunas de las cuales serán objeto de análisis en este trabajo.

Veremos seguidamente cuáles son los principios que a nuestro criterio deben regir esta materia, y volveremos hacia el final de este artículo, a considerar el caso que es objeto de este comentario.

II — La invasión tecnológica

El mundo moderno se ha llenado de toda clase de aparatos electrónicos cada vez más sofisticados y de menor tamaño: grabadores, televisores, videocassetteras, teléfonos inalámbricos, calculadoras, antenas parabólicas, radios, computadoras, minúsculas filmadoras, etc., etcétera.

Esta invasión tecnológica ha producido un cambio —de signo básicamente positivo— en nuestras vidas: a nadie le llama la atención estar viendo, desde su casa, como el pueblo ruso defiende, volcado a las plazas, su incipiente democracia, ni nadie se sorprende de ver a un señor caminando por la calle Florida y hablando por teléfono.

De este a oeste y de norte a sur, en países ricos y en países pobres, la técnica y la electrónica sobre todo en los últimos veinte años han llegado a mezclarse con la vida cotidiana.

Y como el derecho se nutre de la vida, todo este proceso —que es irreversible— ha de tener, necesariamente, repercusiones jurídicas. En rigor, ya las tiene.

A lo largo de este artículo nos detendremos a considerar algunos aspectos —sólo algunos— de la incidencia que la electrónica puede tener en el derecho, en orden a la adquisición de pruebas en un proceso judicial.

III — Luces y sombras de la técnica, en su relación con el derecho

a) Luces: parece obvio que el avance técnico al que hemos aludido en pocas palabras, abre desmesuradamente las posibilidades probatorias que el ser humano tiene.

Antiguamente, los romanos para probar la filiación —pretendida por la madre y negada por el presunto padre— debían echar mano de una serie de presunciones y hechos que serían prudentemente valorados por el juez, y que debían girar sobre el «nomen», el «tractatus» y la «fama» del hijo.

Hoy, en cambio, la ciencia suministra formas infinitamente más seguras y sencillas, desde las pruebas hematológicas —en cualquiera de sus variantes técnicos «ABO», «M y N» «Rhesus»—, hasta el sistema HLA (Human Lymphocite Antigen) que arroja un grado de probabilidad superior al 97 %.

Así, no cabe duda de que en general el progreso científico y técnico, constituye un avance para el derecho, y aumenta notablemente las posibilidades de probar la verdad real de los hechos que se discuten, alcanzando un grado mayor de justicia material.

La técnica y la ciencia han pasado a ser herramientas cada vez más eficaces y precisas, a la hora de probar la realidad de los hechos, e incluso a la hora de probar los sentimientos, intenciones y motivaciones de las personas que puedan haber originado tales hechos.

Lo dicho vale en principio para todo tipo de cuestiones: penales, civiles, familiares.

Siempre, el conocimiento de la verdad real será un valor encomiable, pues permitirá evidentemente llegar a un resultado más justo.

Por ello, el auxilio que la ciencia y la técnica brindan al Derecho, debe ser visto por éste (es decir, por los abogados, los jueces, y los justiciables) básicamente con buenos ojos: la eficacia es preferible a la ineficacia, y la verdad real preferible a la pseudo-verdad formal.

b) Sombras: pero al mismo tiempo, las posibilidades probatorias que se presentan al hombre contemporáneo, entrañan un peligro, y es el de avanzar exageradamente sobre la esfera de intimidad o privacidad de las personas.

No por casualidad, paralelamente al desarrollo de técnicas que permiten acceder —cada vez con mayor facilidad— a esa esfera íntima de las personas, se ha ido abriendo camino en el derecho contemporáneo el llamado derecho a la intimidad, o, como lo llama el doctor Iván M. Díaz Molina, el «derecho a la vida privada»(3).

En nuestro país, tal derecho tiene un punto de apoyo, en el art. 18 de la Constitución Nacional, y aparece regulado por la ley 11.723 (art. 31), por el art. 1071 bis del Cód. Civil (incorporado la ley), por el art. 11 del Pacto de San José de Costa Rica.

Es, precisamente, sobre esta base argumental que la sentencia que comentamos resuelve desestimar las grabaciones aportadas por el demandado.

En concordancia con la sentencia, encontramos hoy una fuerte corriente jurisprudencial y doctrinaria que excluye absolutamente la posibilidad de que el juez valore la prueba ilícita, tanto en el campo penal cuanto en el civil.

El tema es sumamente delicado y lleno de matices, pero podemos desde ya adelantar que no participamos de esta corriente de pensamiento que, a nuestro entender, magnifica exageradamente la importancia del derecho a la intimidad postergando —a nuestro modo de ver, de modo disvalioso— otros derechos que en ciertos casos resultan dignos de ser amparados.

IV — El exagerado derecho a la intimidad

La ley es siempre general. Prevé, anticipadamente, conductas que el legislador cualifica como buenas o malas, asignándoles una consecuencia jurídica.

En tal sentido, no dudamos en estar de acuerdo con la normativa legal que defiende la intimidad o privacidad de las personas, ante lo que Díaz Molina llama «… los avances de la curiosidad pública, de la prensa, de la sociedad en general y de los individuos en particular…»(4).

Todos tenemos derecho a gozar de nuestra vida íntima o privada, y a contar con la posibilidad de repeler jurídicamente los ataques a que aquélla se ve expuesta.

Pero como es obvio, tal derecho no es el único, ni el más importante, ni puede considerarse como un derecho absoluto (5).

En el ajedrez de la vida, los derechos subjetivos se relacionan y entrelazan, y frente al derecho a la intimidad pueden encontrarse otros derechos de igual o mayor valor que eventualmente pueden prevalecer sobre aquél (6).

A nuestro juicio, la sentencia que comentamos, y la doctrina en que se apoya, han absolutizado la cuestión instrumental del modo de adquisición de la prueba, dejando de considerar el fondo del derecho que se encontraba comprometido.

Una vez más, el árbol de una cuestión meramente técnica, no ha dejado ver el frondoso bosque del derecho.

V — Licitud o ilicitud de la prueba subrepticiamente adquirida

No compartimos la idea de que la captación subrepticia de una voluntad o de un hecho, constituya siempre una prueba ilícita, o, al decir de Kielmanovich (7) una prueba «repugnante a la moral y las buenas costumbres u ofensiva para la libertad y la dignidad de la persona humana…».

Pensamos que, en determinados casos puede resultar legítimo el que las partes se valgan de ciertos elementos técnicos para probar determinados hechos, —aún avanzando sobre la intimidad de las personas— y creemos que tal derecho «a la intimidad» no puede servir para amparar conductas deshonestas, e inmorales o antijurídicas: si así funcionara, se estaría configurando un ejercicio abusivo (art. 1071, Cód. Civil), claramente apartado de «los fines que la ley tuvo en mira al reconocerlo»(8).

Tal lo que ocurre —a nuestro criterio— en el caso que comentamos: Si quien percibió un pago (no entregando el recibo, o habiéndose éste extraviado) no reconoce haberlo recibido, de algún modo justifica que quien realizó el pago se valga de ciertos medios —que en principio afectan el derecho a la intimidad— para probarlo. Y si quien hizo tal pago consigue grabar una conversación en el curso de la cual el abogado de quien recibió el pago —que no es un «tercero», a nuestro entender— reconoce que aquél se hizo efectivo, la grabación obtenida debió admitirse —formalmente— como prueba, valorándose —con el rigor de toda prueba— en la sentencia.

Otro interesante caso vinculado con nuestro tema se planteó ante la justicia criminal: El dueño de un negocio, a través de un conmutador que agrupaba cinco líneas telefónicas, las que se extendían a distintos intercomunicadores, escuchó la conversación mantenida por un empleado, con un tercero. Ello dio lugar a una investigación, como resultado de la cual se comprobó fehacientemente el delito de hurto reiterado del empleado, en combinación con otro ex-empleado de la empresa, que era precisamente el otro interlocutor. Los doctores Rocha De Greef y Ragucci (h.) confirmaron la sentencia de primera instancia, condenando a los autores por el delito de hurto reiterado, a la pena de ocho meses de prisión.

Pero el restante camarista, doctor Vázquez Acuña, en disidencia, se pronunció por la revocación de la sentencia, y la absolución de los finalmente condenados.

Tal disidencia se basó en la ilicitud que —a juicio del juez disidente— habría cometido el dueño de la empresa al escuchar una comunicación telefónica entre su empleado y un tercero, lo que constituyó el punto de arranque de la investigación. Considera que la «noticia criminis» obtenida bajo ese método, no puede ser admitida como base de una investigación criminal, desembocando necesariamente en la nulidad de todo el proceso, y en la absolución de los autores del hurto.

Estos, por lo demás, habían admitido la comisión del delito, procediéndose al secuestro judicial de los bienes hurtados en el domicilio de uno de ellos (9).

La disidencia es elogiosamente comentada por los doctores Kent y Figueroa, quienes se plantean la posibilidad de que a un secuestrador que exige un rescate por teléfono, se le grabe la conversación, y sostienen que, en tal caso «… no podrán utilizarse las grabaciones subrepticiamente conseguidas como pruebas en contra del imputado…»(10).

No compartimos tal opinión, y pensamos que en los tres casos expuestos —el que da pie a este comentario, el del hurto por parte de los empleados, y el del secuestrador que exige rescate— la intercepción o grabación de las conversaciones resulta justificada, y debería ser admitida como prueba en juicio (11).

Pretender que el interlocutor «interferido» o subrepticiamente grabado —autor de un hecho ilícito, de un hurto o de un secuestro extorsivo— pueda ampararse en el «derecho a la intimidad» para evitar ser juzgado significa en nuestro criterio llevar tal derecho más allá de los límites de lo razonable.

VI — La cuestión en el derecho de familia

Pero el tema, de por sí espinoso, se complica aún más en el terreno del derecho de familia (12).

Ello, por dos razones: a) por la naturaleza de los hechos que sustentan esta rama del derecho, que suelen estar ubicados en una esfera próxima a la intimidad de las personas.

b) Por la relación que puede vincular a las «partes» en los juicios de este tipo (con frecuencia marido y mujer, o padres e hijos).

a) La vida familiar suele ser el marco de conductas que pertenecen, de ordinario al campo de la intimidad. El amor que dos esposo se tienen, o el desprecio que pueden llegar a profesarse, los insultos que se intercambian, las infidelidades, o el perdón de las ofensas, la relación con los hijos, etc., etc., son hechos que no están llamados a ser conocidos por terceras personas, salvo quizás por los que forman parte del círculo de amigos «íntimos» (repárese en el término).

De ahí las dificultades probatorias con que se tropieza en el ejercicio de esta rama del derecho.

Por otra parte, el ordenamiento jurídico cercena —por razones de otro tipo, que compartimos— el que los familiares en línea recta puedan ser testigos (art. 427, Cód. Procesal) acentuando aún más las dificultades a que antes aludíamos (13).

¿Cómo probar, pues, el adulterio, la relación sexual de la que nacerá un hijo, o las injurias, (hechos ocurridos generalmente en la intimidad) sin violar tal intimidad?

Debemos admitir, por lo demás, que aún utilizando los medios tradicionales de prueba, con frecuencia se invade en alguna medida la intimidad de los implicados.

El portero o la mucama que, detrás de la puerta escuchan una discusión en el curso de la cual el marido insulta reiteradas veces a su esposa, actúa con cierta dosis de ilicitud, y viola la intimidad de sus «patrones».

Estos testimonios son frecuentes en nuestros tribunales.

b) Al margen de ello, debe repararse en la relación que puede vincular a las partes en los juicios de familia.

A primera vista puede decirse que una mujer que, temiendo ser engañada escucha o graba una conversación por teléfono de su esposo con su amante, o lee una carta que encuentra en el bolsillo de un saco, viola la intimidad de su cónyuge.

Pero honestamente nos preguntamos si no tiene derecho a ello; si en realidad, la intimidad de las personas casadas, no es una intimidad «de a dos», que aparece quebrada —gravemente quebrada— por el cónyuge infiel, antes que por quien consigue de ese modo acreditar la infidelidad de aquél.

Quienes en términos bíblicos y jurídicos constituyen una sola carne, ¿No tienen de algún modo una intimidad común?.

No nos parece, pues razonable que ante la presentación de una prueba incuestionable —grabación, fotografía con teleobjetivo, videofilmación, etc.— que uno de los cónyuges haga de la infidelidad del otro, el infiel pretenda que la prueba deba sin más desestimarse. Ni que el juzgado, «in limine» rechace tales pruebas.

El derecho a la intimidad no ha sido legislado para proteger a cónyuges infieles del legítimo derecho que sus consortes tienen de acreditar —en el caso— la infidelidad.

VII — Perspectiva legal

Llegado a este punto, corresponde analizar brevemente los textos legales que regulan el tema que nos ocupa.

a) Nos encontramos ante todo con la inviolabilidad que el art. 18 de la Constitución establece en relación a la correspondencia epistolar, y los papeles privados.

Coincidimos con la generalidad de la doctrina y la jurisprudencia en el sentido de que el principio de inviolabilidad debe extenderse a toda forma de comunicación, (telefónica, telegráfica, radiofónica, etc. etc.), lo que no pudo ser establecido por nuestros constituyentes por simples razones cronológicas.

Pero sostenemos, al mismo tiempo, que no existen derechos absolutos, y que en general, los derechos se deban hacer valer «conforme a las leyes que reglamentan su ejercicio». (art. 14 bis de la Constitución Nacional).

El derecho constitucional de defensa en juicio, el principio de amplitud de la prueba consagrada por el art. 364 del Cód. Proc. de la Nación, y sus correspondientes de los Cód. Procesales de las Provincias, y el principio de «la verdad jurídica objetiva» a cuyo esclarecimiento debe tender todo proceso, aparecen ciertamente como reglamentaciones —y limitaciones— de la inviolabilidad tácitamente consagrada por el art. 18 de la Constitución Nacional.

b) Por lo demás el art. 1071 bis del Cód. Civil sanciona al que «‘arbitrariamente’ se entrometiere en la ‘vida’ ‘ajena’, publicando retratos, difundiendo correspondencia, mortificando a otros en sus costumbres o sentimientos o perturbando de cualquier modo su intimidad…».

Los encomillados son nuestros, y tienden a destacar en primer lugar que la ley sanciona exclusivamente la intromisión arbitraria en la vida de los demás. Pensamos que lo razonable es que sea el juez quien al dictar sentencia establezca si la intromisión que ha permitido obtener la prueba cuestionada —grabación, filmación, fotografía con teleobjetivo, o aún sin él— ha sido o no arbitraria.

Leído a «contrario sensu», el artículo deja margen para pensar que existen intromisiones no arbitrarias, esto es, permitidas, o lícitas, en función de las circunstancias.

En segundo lugar resaltamos la «ajenidad» requerida por la ley, pues ella no se configura, a nuestro criterio, en muchos casos propios del derecho de familia: La conducta infiel de un marido, no forma parte propiamente hablando de una «vida ajena» respecto de su mujer, pues las «vidas» de los esposos se pertenecen recíprocamente.

No hay en rigor «ajenidad»o «perfecta alteridad»entre cónyuges, lo que en otros ámbitos del derecho se reconoce, al establecerse la prohibición de contratar entre cónyuges, o el carácter no-dilictivo de ciertas acciones (ej. hurto entre cónyuges).

c) Asimismo, el art. 11 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos firmada en San José de Costa Rica, por su parte dice: «… nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia; en su domicilio o en su correspondencia…».

Como se advierte, nuevamente se alude a ingerencias «arbitrarias o abusivas», que en nuestro criterio no se configuran cuando en ejercicio del derecho de defensa, una parte consigue acreditar la inconducta de la otra.

d) A la vez, nos encontramos con los arts. 18 y 19 de la ley de telecomunicaciones (transcriptos en la nota 1) que establecen el principio de la inviolabilidad de la correspondencia de telecomunicaciones.

Pero tal principio, a nuestro juicio, no puede erguirse como un principio absoluto. Prueba de ello, son las excepciones que al respecto establecen las leyes penales y comerciales (relativos a la autorización para interceptar la correspondencia del penado o del fallido), de los que la sentencia que comentamos se ocupa.

El margen de tales excepciones, nos parece claro que el juez puede admitir otros, cuando la naturaleza de los derechos comprometidos, y la ilicitud de la conducta que pretende ampararse bajo la invocación del derecho a la intimidad, así la justifiquen.

Adviértase que en la interpretación flexible que proponemos, —proclive a admitir en ciertos casos especiales, pruebas magnetofónicas, epistolares, o fotográficas en cuya adquisición se hubiera podido comprometer el derecho a la intimidad de una persona— seguirá siendo el juez el que en definitiva, al momento de la sentencia desestimará o aceptará —y valorará con el debido rigor y la necesaria prudencia— la prueba de que se trate.

Y ello constituye una garantía, en orden a que nadie pueda pensar que se pretende sin más ni más, desconocer el derecho a la intimidad.

Nos parece muy importante, a la vez, considerar el tema de la oportunidad en que el juez debe pronunciarse al respecto. Creemos que el juez no debe apresurarse a rechazar «in limine» las pruebas que, «prima facie», pudieran ser sospechadas de «ilícitas»; pues ello podría conducir a un cercenamiento del derecho de defensa en juicio.

Consideramos más valiosa la postura de admitir procesalmente la prueba, de permitir que se acredite su autenticidad y se corrobore o desdibuje su veracidad por otros medios de prueba, para que finalmente el juez se expida en la sentencia.

e) Finalmente, nos parece que debe descartarse de manera expresa la aplicación del art. 19 de la Constitución Nacional.

Para dicha norma, «las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los Magistrados…».

Nos parece claro que la norma constitucional parcialmente transcripta no se aplica a los casos que estamos analizando, en los que se configura invariablemente el «perjuicio aun tercero» a que allí se alude.

El art. 19 de la Constitución brinda así una pauta de los límites del derecho a la privacidad, poniendo de resalto que no se trata de derechos absolutos.

VIII — El camino de la analogía

Al comentar esta sentencia en el diario El Derecho del 26 de julio de 1991, Lino E. Palacio se manifiesta sorprendido de que el tribunal «no haya advertido la manifiesta analogía existente entre el caso sometido a juzgamiento y el de las llamadas cartas misivas…».

Compartimos dicha crítica.

La sentencia de la sala «D» de la Cámara Comercial apoya su argumentación en la semejanza existente entre una grabación subrepticia, y un instrumento privado firmado por su autor. «Este —dice, refiriéndose al firmante— obró con plena conciencia de su actuación y en ejercicio pleno de su libertad, en tanto el segundo actuó sumido en la ignorancia del tratamiento y de la utilización que se estaba dando a sus palabras…».

La diferencia que el tribunal señala es clara, pero innecesaria, y no conduce al rechazo de la prueba cuestionada.

Resulta mucho más ajustada la analogía entre las grabaciones y las cartas misivas, como lo señala el distinguido procesalista citado.

Porque las cartas misivas no son firmadas, ni escritas con la perspectiva de que el destinatario las haga valer en juicio, y sin embargo su presentación en juicio ha sido siempre admitida, y su eficacia probatoria es amplia (14).

Es verdad que aquél cuya conversación —telefónica o personal— está siendo grabada, no lo sabe y va a verse sorprendido al serle presentada la grabación. Pero ¿acaso sabe el marido injuriante que la mucama está oyendo sus insultos, o que el vecino lo ha visto en una situación de infidelidad, o que el portero lo ve llegar con frecuencia a las cinco de la mañana?.

Tales conductas son realizadas en forma pretendidamente privada, y generalmente trascienden en función de un cierto avance de otras personas sobre la intimidad del agente o de una mera casualidad.

Haciendo pues aplicación analógica de los principios que regulan la admisión de las cartas misivas, llegamos a la conclusión de que con frecuencia, las grabaciones, fotografías o informes subrepticios, según sean las circunstancias, podrán ser admitidas como pruebas por el juez.

Y ello, de modo especial en el derecho de familia, en donde los hechos a ser probados casi necesariamente pertenecerán a la intimidad de las personas.

Si no puede afectarse —en alguna medida— la privacidad de las personas, para probar hechos que se ubican en la esfera de la vida privada, la prueba se volverá diabólica.

En la disidencia antes aludida —ver nota 10— dijo el doctor Vázquez Acuña: «las cámaras ocultas, los circuitos de televisión, el teleobjetivo, la fotografía a distancia, los micrófonos direccionales y de gran alcance, etc… colocan en situación de riesgo la dignidad humana…».

No nos parece que sea tan así, para el normal de la gente. Los maridos fieles, los comerciantes honestos, los ciudadanos honrados, no se sentirán en una situación de tan grave peligro, y ante una violación ilegítima a su intimidad, podrán ejercer las acciones legales del caso.

Los otros, en cambio, deberán tener algún cuidado.

IX — Autorización judicial para interceptar o grabar conversaciones

A fin de intentar resolver el conflicto de intereses que venimos analizando, algunos autores sugieren la posibilidad de recurrir a la justicia, para que sea el juez quien en definitiva autorice la «intromisión» en la vida privada del otro.

«Sostenemos de lege ferenda —dice Kielmanovich— la conveniencia de que el legislador establezca clara, precisa y detalladamente los supuestos que autorizan a la intersección y grabación de las telecomunicaciones con orden del juez, y en su caso, los extremos que permitirían apartarse de este recaudo…» —ver nota 7—.

Más restrictivos parecen ser Kent y Figueroa, para quienes «la autorización judicial para proceder a la intercepción telefónica solamente puede justificarse en la necesidad de hacer cesar la ejecución del presunto delito…» con lo que parecerían restringir la autorización judicial al campo del derecho penal, y sólo en orden a hacer cesar la ejecución del delito.

Nos preguntamos si el camino judicial podría resultar viable en el campo civil, y encontramos para ello inconvenientes insalvables:

a) El juez, para adoptar una medida semejante —ordenar grabar las conversaciones de un marido sospechado de adúltero, o de un padre que va a ser demandado por filiación— debería tener elementos que sirvieran de base a tal medida.

b) Se establecería una suerte de inaceptable «complicidad» entre el juez y una de las partes del juicio, en orden a la producción de una prueba.

c) El juez, al ordenar tal medida, estaría cometiendo una suerte de prejuzgamiento.

Nos parece poco práctico este sistema, muy poco usado en el campo civil, por lo demás. Seguimos pensando que, ante el aporte de tales pruebas, realizado por las partes, es el juez el que, en cada caso, y en función de las circunstancias, deberá resolver acerca de su admisibilidad.

X — Conclusión

No creemos que sobre el espinoso tema que venimos abordando se pueda dar, en doctrina, una opinión categórica o absoluta a favor o en contra de la admisión de los medios de prueba vistos (intercepción de comunicaciones, grabación, fotografías tomadas con teleobjetivos, seguimientos personales, etc.).

Nos preocupa el avance sobre la vida privada de la gente que el uso de tales medios supone. El resultado de inseguridad social que generaría esta divulgación del «espionaje», privado o estatal, es ciertamente disvalioso.

El radical y absoluto rechazo por parte de los tribunales (15) de tales elementos probatorios, sin duda desalentaría tales prácticas, aunque no las extinguiría por completo, ya que cabe pensar que las personas seguirán valiéndose de ellas aunque más no sea para conocer los hechos.

Pero visto el asunto desde otro ángulo, nos parece que en ciertos supuestos excepcionales, las pruebas obtenidas mediante esta suerte de «fraude instrumental» podrían ser admitidas al proceso (16).

Creemos que el derecho a la intimidad no puede ser válidamente invocado para amparar conductas deshonestas o claramente inmorales.

Dejando de lado pues, el embanderamiento con las dos posturas extremas que pueden darse sobre el tema, creemos que son los jueces los que, en función de las características de cada caso, deberían resolver si tales pruebas pueden ser, o no, admitidas al proceso.

Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723)

 (1) Art. 18: ley 19.798 (Adía, XXXII-C, p. 3422).

«La correspondencia de telecomunicaciones es inviolable. Su intercepción sólo procederá a requerimiento de juez competente».

Art. 19: «La inviolabilidad de la correspondencia de telecomunicaciones importa la prohibición de abrir, sustraer, interceptar, interferir, cambiar su texto, desviar su curso, publicar, usar, tratar de conocer o facilitar que otra persona que no sea su destinataria, conozca la existencia del contenido de cualquier comunicación confiada a los prestadores del servicio y la de dar ocasión de cometer tales actos…».

 (2) Dice Hernando Devis Echandía, en su «Teoría general de la prueba judicial», t. 1, p. 544: «El empleo de las grabaciones como medios de prueba: Es discutible la licitud del empleo de las grabaciones obtenidas subrepticiamente, muy usados en la actualidad, para sorprender conversaciones por teléfono, o diálogos íntimos… Creemos que en ausencia de norma que la prohíba, esta prueba debe ser admitida, siempre que no se viole la intimidad del hogar, asimilándola a la confesión extrajudicial en documento no auténtico. Su valor depende de la certeza que pueda tenerse sobre su autenticidad, que debe ser probada por declaraciones de testigos imparciales que hayan presenciado la grabación o tomado parte en ella, porque el sonido de la voz es fácilmente imitable, y de la interpretación rigurosa de su contenido…».

Luego continúa: «El interés del particular en conservar el secreto de los actos privados, debe ceder ante el interés de la justicia en esclarecer la verdad de los hechos, tanto en el proceso civil como en el penal, cuando no se violan prohibiciones legales, ni se desconocen derechos amparados por la ley. Como dice Altavilla, «el derecho y el deber de la sociedad a conocer prevalece sobre el interés procesal».

 (3) Díaz Molina es uno de los primeros autores —dentro de la doctrina Nacional— en ocuparse en profundidad de este tema. Remitimos a su interesante artículo «El derecho a la vida privada (una urgente necesidad moderna)» publicado en La Ley t. 126, sección doctrina, p. 981, en donde formula un interesante estudio del «right of privacy», en los Estados Unidos y en Gran Bretaña.

 (4) Jorge Bustamante Alsina señala las dificultades para delinear con precisión o nitidez el «ámbito» de la vida privada, pues «… depende de factores variables que conciernen a la actividad de cada persona, al tiempo y lugar en que actúa, a las modalidades y hábitos sociales de las distintas épocas…» («La protección jurídica de la vida privada, frente a la actividad del Estado, y a las modernas Técnicas de la Información», en E. D. t. 119, p. 919.

 (5) Colombo, Leonardo A.: Analiza en profundidad el tema, «La prueba fonográfica y el art. 35 de la ley 14.237, reformatorio del Código…». Afirma que «… muchas garantías constitucionales no son absolutas ni podrán serlo nunca si se desea proteger la integridad social, La Ley t. 77, p. 679.

 (6) Bustamante Alsina, en el artículo citado en la nota… señala este peligro: «La extensión y la eficiencia de la protección de la intimidad dependerá entonces de la mayor o menor facilidad con la cual sea admitida la existencia de un interés público preponderante. En otros términos, la protección se reducirá a muy poco cosa, si ella es subestimada en provecho de otros intereses generales cuya legitimidad pero no así su extensión, está fuera de discusión. Tales son la libertad de información, la seguridad Nacional, la defensa del orden público, la prevención de infracciones, la persecución del delito, la obtención de pruebas en los procesos judiciales, la lucha contra el fraude y la evasión fiscal, la protección de la salud pública, etcétera».

El problema está pues, en la extensión que se acuerde a estos intereses generales. Una vez más, lo justo parece pasar por un cierto equilibrio entre derechos «contrapuestos».

 (7) Kielmanovich, Jorge L.: «La grabación subrepticia de una conversación telefónica, como prueba en el proceso civil», en La Ley, t. 1984-B, sección doctrina, p.732.

 (8) Decía Josserand que los derechos «tienen una misión social que cumplir, contra la cual no pueden rebelarse; no se bastan a sí mismo, no llevan en sí mismos su finalidad, sino que ésta los desborda al mismo tiempo que los justifica: Cada uno de ellos tiene su razón de ser, su espíritu del cual no podría separarse. Si pueden ser utilizados, no es en atención a un objeto cualquiera sino únicamente en función de su espíritu, del papel social que están llamados a desempeñar: no pueden ser legitimados sin más ni más, sino a sabiendas, por un fin legítimo y por razón de un motivo legítimo. Por ejemplo, no podrían ser puestos en ningún caso al servicio de la malicia, de la mala fe, de la voluntad de perjudicar al prójimo; no pueden servir para realizar la injusticia …». (Derecho Civil, Buenos Aires, 1950, t. I, vol. I, núm. 162, p. 154).

Creemos que ello se aplica a la invocación abusiva del derecho a la intimidad que señalamos como una posibilidad.

 (9) El doctor Hugo Rocha Degreef, uno de los camaristas que votó en el fallo, comentó la cuestión en E.D., diario del 4 de julio de 1991, bajo el título «El empleo en la intercepción telefónica como medio de prueba». Allí aludió a las pruebas, diligencias policiales, allanamientos judiciales, secuestro de mercadería, declaraciones y careo de los encartados, y confesión del delito por parte de los delincuentes. Como resultado de ello, no queda la menor duda de que el delito fue cometido por ellos.

 (10) Ver «Las grabaciones telefónicas subrepticias. Cancelación de los derechos a la privacidad y defensa en juicio. La inexcusable dispensa judicial» por los doctores Jorge Kent y Federico Figueroa, en La Ley, 1991-B, 273, comentando el fallo de la Cámara Nacional Crim. y Correc., sala II, mayo 16-989, Guzmán, Carlos R. y otro», allí publicado.

 (11) Nos preguntamos si no habría de parte de las víctimas de tales ilícitos, una suerte de ejercicio de la «legítima defensa».

 (12) Kielmanovich no lo cree así (art. cit. p. 739).

 (13) Art. 427: «No podrán ser ofrecidos como testigos los consanguíneos o afines en línea directa de las partes…».

 (14) Resulta interesante, la opinión de Llambías, sobre la presentación en juicio de las cartas, por parte de terceros poseedores: «… Para que los terceros puedan aportar la carta como prueba debe llenarse una condición negativa muy importante: No deben haber entrado en posesión de ella por medios ilícitos…».

Pero, sentado el principio general expuesto, continúa diciendo el destacado tratadista: «… Con todo, sin entender a la ilegitimidad de las medidas utilizadas para lograr la posesión de las cartas, se acepta que puede invocarles uno de los esposos para probar la infidelidad del otro. Es que de lo contrario se autorizaría el funcionamiento de la garantía constitucional de inviolabilidad de la correspondencia para escudar una conducta inmoral, afrentosa para quien aporta la carta como prueba de la inconducta». Llambías J. Jorge: «Tratado de Derecho Civil, Parte General», t. II, ps. 428/8, núm. 1635).

 (15) En un interesante fallo sobre filiación la sala «A» de la Cámara Civil rechazó terminantemente la prueba magnetofónica a través de la cual se pretendía demostrar que el padre aceptaba su condición de tal. Allí se dijo: «La grabación magnetofónica no es medio de prueba idóneo para acreditar la existencia de relaciones íntimas entre la madre y aquél a quien se pretende adjudicar la paternidad, durante el período de la concepción.

Las cintas magnetofónicas carecen de valor como principio de prueba por escrito.

La prueba preconstituida es mirada con disfavor porque emana de personas vinculadas a los hechos sobre los cuales certifican o deponen, cuyo conocimiento no se produce por circunstancias casuales, sino intencionalmente, y a requerimiento de la parte interesada», (fallo 36.466, CNCiv., sala «A», 5/10/82, «G. M. A. c/ E., J. M. s/ filiación»).

 (16) Quien con mayor amplitud ha aceptado estas pruebas, en nuestro medio es Leonardo A. Colombo, en «La Prueba Fonográfica, el art. 35 de la ley 14.237…» en La Ley, t. 77, p. 671. Apoya su opinión en varios fallos. (La Ley, t. 10, p. 1018; t. 13, p. 182; La Ley, t. 16, p. 811; La Ley, t. 22, p. 369; J.A., t. 64, p. 575; La Ley, t. 54, p. 479, fallo 26.391) y en las opiniones de Hugo Alsina, Raymundo Fernández y John Wigmore: «The Science of Judicial proof», p. 448 y sigts, Boston, 3°, ed.

Dice Colombo, en el trabajo citado, refiriéndose a nuestro tema: «La hipótesis es asimilable a la de la inviolabilidad del domicilio. A nadie, ciertamente se le ocurriría impedir que la autoridad competente disponga el allanamiento de la casa donde vive el delincuente, alegando que la Constitución ampara el hogar privado. Y algo semejante ocurre con la grabación fonográfica. Si encierra elementos necesarios para demostrar la comisión de un hecho reñido con la moral o la ley, sí se la rodea de todas las precauciones indispensables para que no se adultere o modifique su autenticidad, puede ser peldaño eficacísimo en la averiguación de los hechos sometidos a la decisión judicial, del mismo modo que lo son las piezas corroborantes del delito, que se encuentran en la vivienda del malhechor» (p. 684).

Cita también a Aubry et Rau, quienes enseñan: «… La naturaleza delictuosa de los hechos a probar puede hacer doblegar, en cierta medida, sea el derecho de propiedad que compete al destinatario de la carta, sea el principio de la inviolabilidad del secreto de la correspondencia privada, y conducir a una aplicación menos rigurosa de las reglas precedentemente expuestas. Es lo que ocurre, sobre todo, en materia de separación de cuerpos y desconocimientos» («Cours de Droit Civil Francais», t. 8, p. 292, 4ª ed.).